Diré lo que me huye
Jordi Doce
En «La sombra de una idea (Leyéndome a sí mismo)», la conferencia con que introdujo su lectura de poemas en la Fundación Juan March, y que toma su título del texto que abre A debida distancia (1993), Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) se detiene sobre uno de los aspectos de su trabajo que más conmueve y gratifica a sus lectores habituales (y que, por lo mismo, más sorprende a quien lo aborda de nuevas):
Creo que, por mucho que se empeñe el poeta, en un determinado momento, asentada, digámoslo así, su poética […], los poemas que escribe empiezan a ajustarse a un preciso modo de decir que solemos designar como voz. Una voz, hasta donde ello sea posible, con personalidad, propia, intransferible, que debería remitir al lector a identificar el texto con su autor, si ya lo ha leído, o a descubrirlo como nuevo, si se topara con sus versos por primera vez.[1]
Ese modo de decir, esa peculiar forma de respirar y nombrar el mundo que llamamos voz, se decanta de modo inequívoco en sus primeras entregas (Las aguas detenidas y Una oculta razón) y es responsable o garante último de la profunda unidad de esta obra, hasta el punto de que sus libros en prosa se nos aparecen como una extensión natural del verso, una revisión de los intereses y motivos que han dado carta de existencia a la poesía. Son abundantes los pasajes de sus dos novelas (Las murallas del mundo y Alguien que no existe) que podrían ofrecerse al lector como poemas en prosa; a la inversa, no son pocos los poemas que parecen glosar o volver de otro modo sobre las huellas de sus libros narrativos.
Esta continuidad es, en primer lugar, una cuestión de timbre, de tono. Nadie que lea un poema de Álvaro Valverde puede llamarse a engaño: su dicción y su vocabulario son tan inconfundibles como el ritmo que imprime a los metros impares o el modo en que maneja los silencios y las transiciones (ese staccato, tan suyo, de simples frases declarativas con que parece acotar un momento en el tiempo y que contrasta visiblemente con otros pasajes en los que la sintaxis se contonea y anuda sobre sí misma con gracia barroca). Es una voz, en fin, que apenas ha cambiado con los años, aunque por el camino haya ido ganando en claridad y sencillez, dejando a un lado ciertas afectaciones arcaizantes que no dejaban de ser naturales –y hasta deseables– en un poeta joven que se había educado, en parte, leyendo a sus hermanos mayores, los llamados novísimos. De la primera a la última página, la escritura de Álvaro Valverde se nos aparece como un continuum, el fruto reiterado de una fidelidad a la poesía que no ha dicho sino afinarse y depurarse con el tiempo.
En poesía, como sabemos, lo más superficial es lo más profundo, y esta continuidad tímbrica, tonal, denota la existencia de una unidad más honda: de temas, de inquietudes, de obsesiones. El autor mismo, con su proverbial lucidez, ha señalado en varias ocasiones las correspondencias internas que tienden sus hilos entre unos poemas y otros, tejiendo un tapiz que parece borrar o atenuar en lo posible la dimensión diacrónica de la escritura y en el que, a debida distancia, se adivina –como en la célebre parábola de Borges– su propio rostro. No es que lo haya señalado tan sólo: abundan los ecos, las referencias cruzadas, las citas y los títulos programáticos, los modelos más o menos cercanos (María Zambrano, Gabriel Ferrater, Joan Vinyoli, Aníbal Núñez, César Simón) a los que se vuelve una y otra vez para orientarse o recibir algún tipo de guía. Una guía que en ocasiones toma la forma de oráculo, como si escribir fuera, en parte, un esfuerzo reactivo, un intento por desentrañar el carácter misterioso de pronunciamientos que nos inquietan pero de cuyo alcance real no terminamos de hacernos cargo. Como señala muy certeramente Miguel Ángel Lama:
El conjunto aporta una permanente evocación del acto de leer, una suerte de metalectura que se ha convertido en marca constante de poéticas modernas y que caracteriza la obra de Valverde. Un diálogo obsesivo con el hecho literario con numerosos precedentes en poemas más antiguos en los que el poeta busca el sutil homenaje al árbol de la literatura…[2]
Si en Ensayando círculos se tomaba en préstamo una expresión de Vinyoli para figurar el proceso de ahondamiento en lo real que es, para su autor, la escritura poética (el impulso del pensar como piedra que abre una espiral de círculos concéntricos en las aguas detenidas de la contemplación), Desde fuera parte de sendas citas de César Simón y Eduardo Lourenço que completan y matizan aquella distancia con que nuestro autor –desde el título de su tercer libro– venía a definir el lugar del poeta contemporáneo: alguien a quien un exceso de lucidez o autoconciencia aparta del flujo de la vida; alguien, sí, para quien la ingenuidad o la inocencia ya no es posible (aunque las desee con todas sus fuerzas) y que por tanto se ve obligado a adoptar el papel de observador de sí mismo y de los demás, viviendo en un afuera que –paradoja– es condición forzosa de ese querer ir adentro que los poemas encarnan con obstinación.
Álvaro Valverde ha comentado a menudo que su poesía está contenida o prefigurada parcialmente en un verso de su primer libro: «Hagamos de este lugar un territorio». De ser así, la voluntad de cartografiar y ordenar el lugar (es decir, de darle un sentido que a su vez nos alumbre y nos implique) sólo puede partir de alguien para quien ese lugar es a la vez propio y ajeno, familiar y extraño. El extrañamiento, aquí, es condición que antecede a la escritura y que la hace posible. De ahí su carácter especulativo, su confianza en un lenguaje sobrio y despojado capaz de ordenar sin violencia los datos de la percepción, su recelo de cualquier exceso metafórico que contribuya a incrementar o desquiciar la extrañeza inicial.
El territorio primero al que aluden los poemas de Valverde es, claro está, el de una realidad vital que «constituyen mi ciudad natal, Plasencia, y sus contornos: los valles del norte de Extremadura. Un enclave mediterráneo (no sólo en su sentido etimológico) donde se establece, al tiempo que se sustenta, mi mirada y mi memoria […]»[3]. Un territorio en el que los conceptos de campo y ciudad pierden su antigua rigidez para imbricarse y contaminarse mutuamente, y en el que las viejas figuras del andarín ocioso y absorto, tan machadiana, y del flâneur urbano, aquejado de una invencible melancolía que lo condena a girar en círculos anónimos (como el «hombre de la multitud» de Poe) por el espacio de unas calles que se han vuelto ajenas e incluso hostiles, se funden en una sola: la del yo que pasea en soledad como una forma de adecuar lo exterior y lo interior, de encontrar el ritmo de un pensamiento capaz de ir incorporando los datos de la observación y ser fiel a ellos. Se trata, en última instancia, de establecer una corriente de afinidad o empatía con el mundo sensible que permita al yo conocer su lugar preciso entre las cosas, entender hasta qué punto forma parte de una comunidad que le excede –y sin la cual no sería nada– y obtener conclusiones, ya que no respuestas, que encaucen esta energía emocional, estas modestas revelaciones que jalonan su camino y son el cimiento más legítimo de su esperanza.
El paseo, pues, como lección de humildad. Y así también el poema. No es casual que Valverde haya invocado el ejemplo de Charles Tomlinson en una pieza titulada, justamente, «El paseo», que toma como punto de partido una frase del poema en prosa «La insistencia de las cosas», uno de los textos más programáticos del escritor inglés: «se tarda tanto en reconocer los lugares que habitamos»[4]:
Retengo esta cita en la memoria
porque una vez más,
como otras tardes,
sigo el mismo camino
que me lleva
desde la misma casa
hasta mí mismo.
Y no por reiterada es esta senda
igual ni la costumbre
convierte en repetido mi trayecto.
Como el poeta inglés, Valverde aspira a establecer un vínculo sostenible y ecuánime con su entorno. Un enlace hecho de respeto y curiosidad renovada que, por un lado, se resiste a idealizar la naturaleza o incurrir en sobadas y anacrónicas alabanzas de aldea («me temo que el locus amoenus es […] no una visión edulcorada del paraíso sino un infierno de apariencia apacible»[5]), y que, por otro, sabe poner límites al afán insaciable de colonización y de dominio del yo sobre cuanto le rodea. Dejemos que las cosas existan por sí solas, parece decirnos a veces; sólo así, tomándolas por lo que son o lo que valen, podremos avanzar en el arduo proceso de conocernos a nosotros mismos.
Este lugar fundacional, por lo demás, sirve como punto de apoyo o de contraste para mirar el resto del mundo: paisajes o escenarios descubiertos en los viajes (Cadaqués, Roma, Brujas y, al fondo siempre, el mito de Tánger), servidos por la pintura, la fotografía o la arquitectura (Ortega Muñoz, Bernard Plossu, Horacio Coppola, Jørn Utzon, Luis Barragán) o, lo que es más frecuente desde aquella pieza temprana de Territorio titulada «Mr. T. S. Eliot, Russell Square», vislumbrados al hilo de otras vidas, en general de escritores y artistas en los que el yo del poeta descubre afinidades o paralelismos. Surge aquí el recurso del monólogo dramático, empleado con vocación casi siempre autobiográfica (o como espejo donde rastrear huellas de uno mismo), y también el poema de corte narrativo que aísla una etapa o un momento significativo en la existencia de su protagonista. Fueron sin duda estas piezas las que hicieron pensar a Octavio Paz que detrás de Una oculta razón (1991) «se escondía una novela, un argumento novelesco que provenía de alguien que ha vivido mucho»[6].
En los últimos libros el recurso del monólogo dramático, que Valverde aprendió, como casi todos en España, de Cernuda, pero también de Gil de Biedma, de Brines o de algunos novísimos (pienso en un poema como «Giacomo Casanova acepta …» de Antonio Colinas), ha derivado hacia una especie de glosa o comentario de lecturas que han conmovido a su autor. Sucede así en poemas recientes como «Ignatieff sobre Chatwin», «Lectura de Peter Huchel» o «El señor de la guerra», dedicado al mundo de Juan Eduardo Cirlot. En todos los casos la máscara ha sido diseñada para mostrar o perfilar con más fuerza el verdadero rostro de un yo que, sin embargo, por su capacidad para metamorfosearse una y otra vez en otro, evoca la peculiar falta de identidad que Keats asociaba a la figura del poeta, esa capacidad negativa que le permite ser, por un tiempo, aquello mismo de lo que habla. Dos poemas de Mecánica terrestre (2002), «Los lugares del sueño» y «Homenaje a Plossu», son explícitos a este respecto: sostenidos casi únicamente por el esqueleto de la anáfora, dibujan una constelación de tiempos y espacios en la que comparecen tanto escenas prestigiadas por el arte o la literatura (referencias a Ajmátova, Ponge, Brodsky, el mismo Keats) como paisajes y vivencias de la infancia, recuerdos que afloran sin pensar, fantasmagorías, imágenes que cifran algún tipo de ideal… Mirada y memoria, pues. Y, detrás, la fuerza motriz de una imaginación que aspira a instalarnos o radicarnos con más firmeza en la vida.
La poesía de Valverde –ya se ha dicho– se inscribe por voluntad propia en un linaje de poesía meditativa que, entre nosotros, formalizaron Unamuno y Machado, pero que sólo con Cernuda adquirió conciencia plena de su horizonte de expectativas y de los hitos que, dentro de la tradición española (Manrique, cierto Garcilaso, Francisco de Aldana, los ejercicios de visualización o composición de lugar de la escritura devocional ignaciana), permitían incorporar con la rudeza justa los logros del romanticismo anglo-germánico[7]. Después de un breve aprendizaje en el poema escueto, de corte fragmentario y enigmático, Valverde ensayó el poema meditativo en los veinte «cantos» que integran Las aguas detenidas (1989), libro en el que todavía alienta una búsqueda de trascendencia, un deseo de certezas esenciales o no contingentes, que lo distinguen netamente de sus contemporáneos, o al menos de aquellos que, como él, se habían educado leyendo a Cernuda y a los poetas más meditativos de la promoción del cincuenta. Un poema como el III, con su juego de aliteraciones, su dicción clásica y su referencia explícita a un mundo natural que permite vislumbrar (ya en los primeros versos) la enormidad del cosmos, su pálpito amenazante, dejaba entrever un cuadro de presencias (Juan Ramón, María Zambrano, Claudio Rodríguez o el Colinas de Astrolabio y Jardín de Orfeo) cuyo influjo, a largo plazo, explica el lugar aparte de Valverde entre sus coetáneos, la innegable singularidad de este mundo:
Acuden, a la noche, con las sombras
los sones de la sierra susurrando,
mecerse de malezas, girar de las gargantas,
silencio estremecido de la altura,
callado serenar de lo que alienta
y nos sacude con su miedo.
Dulce temor que viene a visitarnos
–más allá de la noche– en la penumbra
abierta al negro vuelo
de las constelaciones […]
Es cierto que estos influjos han menguado con el tiempo y que el afán trascendente ha sido matizado y enriquecido por una sensibilidad de corte elegíaco que se complace en nombrar las huellas del tiempo, la iteración de las estaciones, el eterno retorno que puebla el mundo de espinas y nos condena al fatalismo y la melancolía. Pero no hay en Valverde, como tampoco la hubo en Cernuda, un ápice de la ironía que cultivaron, cada cual a su modo, los dos grandes lectores del autor de La realidad y el deseo dentro de la promoción del cincuenta: ni la ironía urbana y canallesca (de raíz baudeleriana) de Gil de Biedma, ni la ironía trágica, cruzada por extenuantes tensiones ideológicas, de Valente. Todo es más templado y también más amable, dentro de una concepción desolada de la existencia que, sin embargo, como él mismo confiesa, no le lleva a alzar la voz ni a caer en respingos expresivos. El resultado, así, es «una poesía dicha en voz baja, como ‘conversación en la penumbra’, que busca el equilibrio entre el lenguaje escrito y el hablado; sobria de dicción y, por tanto, de contenido […]; de música callada y no estridente […]»[8].
El impulso meditativo, en Valverde, funciona de manera paradójica. En efecto, si este aliento nace una y otra vez de un hic et nunc de pormenores sensoriales, llenos de promesa y sugerencia impresionista, el pensar mismo, en cada caso, parece oponerse a las condiciones que lo respaldan. No son pocos los poemas, ya desde Una oculta razón, en los que la presencia o la imagen del jardín, con su carácter cerrado y casi secreto («esa hermosa alegoría, como [la del viaje], interminable»), invita al vuelo de la imaginación, feliz de fugarse y soslayar las limitaciones del cuerpo. A la inversa, poemas recientes como «Torre Tavira» o «Conversación en Zuheros», que a su condición de cuaderno de viaje suman el observar el mundo desde lo alto, a una distancia que permite el gran angular, terminan con el yo abrazado a sí mismo, sumido en el laberinto de su conciencia («en la cámara oscura ves a otro / repetir tu viaje hacia la nada») o entregado al recuerdo de otros espacios, más abarcables y quizá por ello más comprensibles («Por las callejas de la judería […] estas calles / empinadas y estrechas»); espacios, por lo demás, que hacen sitio al lector, convertido en testigo y cómplice de una forma más modesta de iluminación. Aquí la amplitud de la perspectiva, ese «mar de olivos […] donde es costoso señalar los límites», ya no incluye, como en el pasaje citado de Las aguas detenidas, un indicio (más o menos explícito) de la enormidad de la creación, sino un simple «fulgor de la mirada», un resto de la luz que anima los sentidos y los mantiene alerta. En ese fulgor, por último, se reúne tanto el resplandor del asombro como la certeza de su carácter efímero, la convicción probada de que cuanto ahora es mediodía será muy pronto brasa turbia, ascua humeante: «Tanta es, de hecho, la fugacidad que cuando las cosas se encuentran en su esplendor más alto no son en realidad signos de su escueta existencia, afirmación plena de sí mismas, sino, fatalmente, evidencias del instante siguiente, vísperas de su extinción»[9].
Este movimiento de concentración –de sabio repliegue– no puede sorprender a quien leyera, por ejemplo, la sección V y final de «Composición de lugar», serie central de Ensayando círculos (1995), donde adquiere carácter casi metodológico, como si la cita de Vinyoli fuera la estación término de un viaje que convierte el mirador –la «atalaya» de «Conversación en Zuheros»– en gabinete de estudio, «lugar cóncavo» que contiene, como el Aleph de Borges, la infinita variedad del mundo, real o ficticio. El consabido tópico del Beatus ille recobra su vieja fuerza al convertirse en eje de un proceso de conocimiento que es, también, una búsqueda moral:
Ha sido una costumbre ver la vida
desde este mirador, lejos de todo.
Por toda compañía este paraje
que presta en lo mudable
solaz al pensamiento.
[…]
Para escrutar paciente en la alta noche
el ritmo mesurado de los astros
cediendo recurrentes a un designio
no por sabido cierto.
Es este observatorio un lugar cóncavo:
en él caben los libros y los mares,
las ciudades, las islas y los hombres.
A su modo, contiene el infinito.
He optado por quedarme
del lado de su centro.
Assajant sempre cercles.
Intentando encontrar
el que, dudoso,
pudiera al fin llamar
el convincente.
No deja de ser significativo que el «negro vuelo / de las constelaciones» se haya convertido, en estos versos, en el «ritmo mesurado de los astros». El término «observatorio» hace de bisagra, estableciendo una relación directa entre lo exterior y lo interior: el ojo que se tiende con avidez sobre el mundo y la mirada introspectiva que explora el dédalo de sombras de la conciencia. Pero más importante es la insistencia del yo en quedar «del lado de su centro». Una búsqueda esencialista que es también un deseo de equilibrio, de moderación (campo semántico en el que se incluyen nociones tan queridas por Valverde como «austeridad», «prudencia» y «reserva»), y que el yo relaciona, versos atrás, con ese «dejar de lado aquello / que sólo sirve –estólido– / al dios de lo tangible». El dios de lo tangible es también el de lo contingente, lo accidental. Es el dios que preside sobre la vejez y la decadencia, la ruina y los incontables (incontenibles) estragos del tiempo. Lo señalaba muy oportunamente Víctor García de la Concha en su reseña de Una oculta razón: «El territorio es ruinoso. De ahí que no podamos apenas reconstruir su descripción. Se nos entregan sólo fragmentos y del revés»[10]. El deseo de trascendencia se vuelve en nuestro poeta sueño de permanencia, sondeo de aquello que insiste y perdura por debajo de mudanzas y achaques. Si la vida tiene algún valor, parece afirmar, está en aquello que persevera o vuelve siempre, incluso si es para afligirnos.
Estos últimos años han testimoniado el regreso de Valverde a la práctica del poema breve, de corte impresionista, cercano en ocasiones al espíritu del haiku. Así en «Imaginario», secuencia incluida en Desde fuera que toma como punto de partida el imaginario del pintor extremeño Ortega Muñoz, o en «Más allá, Tánger», serie (inédita en libro) de cincuenta poemas que recrean los tiempos y las atmósferas de la mítica ciudad norteafricana. Este gusto renovado por un decir reticente y elíptico –aunque sin el hermetismo de sus poemas de juventud– se corresponde desde luego con la evolución de su autor hacia una mayor sencillez y claridad expresivas, pero es también síntoma, me parece, de una mayor complicidad con lo real, de una confianza renovada en la dimensión matérica –literalmente superficial– del mundo: colores, tactos, volúmenes, aromas… Lo tangible abandona algunas de sus connotaciones negativas para ser motivo de celebración. Poemas como el 18 o el 23 de «Más allá, Tánger», por ejemplo, demuestran que Valverde ha sabido incorporar a su paleta (siquiera de manera intermitente) la lección de vitalidad de algunos coetáneos hispanoamericanos –Eugenio Montejo, Orlando González Esteva– empeñados en adaptar a su tiempo el encanto sensual y hasta lúdico de sus bisabuelos modernistas:
Las abejas en el vaso de té.
Dentro y fuera del vaso de té.
Quietas o volando
alrededor del vaso de té.
Allí, el dulzor condensado
en el agua humeante
de intenso color ámbar.
El perfume inequívoco
de las gotas de azahar
y yerbabuena […]
La brevedad, pues, se alía con un afán de ingravidez que intenta dejar o abrir espacio para que las cosas respiren, que hasta se complace en sus pátinas y excedentes. A veces basta con nombrarlas o, antes aún, con crear un marco que propicie su emergencia (fresca, fulgurante) en la página:
Sobre el yermo collado
(que observo con asombro
desde esta encrucijada),
un árbol solo.
Desde la publicación de Territorio en 1985, esta poesía se ha esforzado por dar testimonio veraz del paso de un hombre por el mundo. Un pasar en el que la conciencia y los sentidos tratan de aprehender cuanto parece apartarse o escapar de su camino, que es como decir el tiempo mismo con sus limos y sedimentos. «Diré lo que me huye. Nada diré de mí», dice el verso de Ferrater que encabeza Una oculta razón y que podría servir de lema de toda esta obra, signada por el pudor y el silencio entre líneas. Pero sucede que al decir lo que nos huye dibujamos el hueco mismo de nuestra presencia. Así estas páginas, que logran hablar de su autor –y de todos nosotros– al fijar con pocas pero justas pinceladas unos membrillos encima de una mesa, el eco monótono de una cigarra o el transcurrir del agua bajo un puente de piedra. El prodigio de la poesía radica precisamente en esto. Que sólo el poeta dotado de una voz y un mundo personales, distintivos, es capaz de hablar en nuestro nombre, mostrar en qué radica nuestra vida. Pocos entre nosotros han sabido ejercer este magisterio como Álvaro Valverde, y hacerlo con su rigor, su apego a lo real, su hondura expresiva.
Madrid, febrero de 2012
[1] Álvaro Valverde, Poética y poesía, Fundación Juan March, Madrid, 1996, p. 27.
[2] Miguel Ángel Lama, «A debida distancia», en Revista de Estudios Extremeños, tomo L, núm. II (mayo-agosto 1994), p. 466.
[3] Ibíd., p. 20.
[4] Charles Tomlinson, La insistencia de las cosas. Antología, Visor, Madrid, 1994, p. 151.
[5] Ob. cit., p. 26.
[6] Tomado del texto de contraportada de la edición original de Una oculta razón, Madrid, Visor, 1991.
[7] Según Miguel García-Posada, «en la actual poesía española, Álvaro Valverde representa la continuidad de la tradición anglosajona, que tanto ha influido sobre parcelas sustanciales de nuestra lírica –baste pensar en la línea que va de Cernuda a Jaime Gil de Biedma, sin olvidar a Claudio Rodríguez. Pero Valverde pertenece más a la línea eliotiana que a la de Dylan Thomas, esto es, a la poesía de la reflexión, del análisis de la intimidad» (La nueva poesía [1975-1992], Madrid, Crítica, 1996, p. 193). Cabe pensar que García-Posada se refiere aquí al Eliot de Cuatro Cuartetos, pues difícilmente puede aplicarse el membrete de poesía reflexiva o meditativa a su obra anterior.
[8] Ob. cit., p. 24.
[9] Gonzalo Hidalgo Bayal, «La poesía de Álvaro Valverde», Cuadernos Hispanoamericanos, 512 (febrero 1993), p. 147.
[10] Víctor García de la Concha, «Una oculta razón», ABC Literario (2 de noviembre de 1991), p. 56.