En una carta escrita a su amigo Robert Conquest, Philip Larkin se refirió a los críticos literarios como “explicadores asalariados de poesía”. Por su parte, Walter Benjamin, en Calle de sentido único, dice que “el crítico es un estratega en la contienda literaria” y “la crítica es un asunto moral”. También que “la posteridad olvida o ensalza” y “sólo el crítico juzga en presencia del autor”. Por la suya, Andrés Trapiello recoge en Madrid unas palabras de Baroja: «El oficio de reseñista literario es el más triste y deslucido de todos», y añade: «Un reseñista literario es alguien que se quema las pestañas leyendo libros de escritores que viven de escribirlos y venderlos, y no de aliñar reseñas, lo cual despierta en muchos de los reseñistas, escritores frustrados, un comprensible resentimiento y mal humor, que no dudan en trasladar a sus juicios sumarísimos. Por lo general, ni siquiera les gustan los escritores que han de reseñar y lo más a lo que pueden aspirar escribiendo de ellos es a que les den unas palmaditas en el hombro». Luego habla de su caso, que desmiente lo que acaba de afirmar: él, cuando lo era, no aspiraba a la palmada porque escribía acerca de escritores que estaban casi todos muertos y, por descontado, le gustaban esos libros y admiraba a sus autores. Aun concediendo que la realidad en Trapiello no siempre coincide “con lo que a veces decimos” (tomo la cita del epílogo), no me parece justo el juicio del poeta, a quien considero, cabe precisar, uno de los más agudos críticos que conozco. Sus numerosos artículos, su producción ensayística y su tarea como editor dan fe de ello.
No le falta razón cuando afirma que el de reseñista (una suerte de crítico de a pie, el convocado aquí) es un trabajo ingrato, pero, si se me permite la intromisión, mi experiencia no concuerda con la suya, aunque haga algunas reseñas “de encargo”, como cualquiera que colabore en suplementos. Tampoco creo que sea la de muchos otros, ni, en fin, me parece que sirva, “por lo general”, para la crítica de poesía (nadie vive de los libros de versos; de los de verdad, no de los parapoéticos). Crítica que, por cierto, cultivan no pocos poetas bienhumorados. ¿”Frustrados”? ¿Quién en este oficio no lo está?
Es importante el matiz. La pobre poesía se dirige a la inmensa minoría juanramoniana (cuatro gatos) y la narrativa, al público. Cuanto más amplio, mejor. De ahí que a los críticos de ese negociado se les exijan otras condiciones, las corruptelas puedan darse y les lluevan los palos con mayor fuerza.
Porque la practico, pienso que la crítica es necesaria, aunque uno sea contingente. Sobre todo ahora, en pleno imperio del “todo vale”. Y en un país donde la crítica “profesional” no existe, que a uno le conste. Voluntaristas escritores y profesores nutren las filas del reseñismo patrio. A veces a cambio de nada o de muy poco. Sí, perdón, hablo de dinero.
Antes de pergeñar verso alguno (digno de tal nombre), uno ya escribía, mal que bien, en prosa. Mi primer artículo se publicó en 1979. En un semanario placentino, El Regional, donde mantuve una sección que titulé “Visión parcial” (la imparcialidad no existe, ni falta que hace, algo que tuve claro desde el principio). Fue un breve texto sobre la muerte de Blas de Otero. Lo traigo porque muchas de aquellas colaboraciones tenían como motivo principal la lectura de tal o cual libro, por lo que a la crítica, si puede expresarse así, lleva uno muchos años consagrado. No concibo, en rigor, a un lector incapaz de ejercer esa facultad cuando se enfrenta al trabajo gustoso de leer, tanto si publica sus reflexiones como si no. Es una práctica muy natural en los poetas desde el descubrimiento de la Modernidad. Antes que nada, uno es autocrítico. Si no…
En estos años, los que van de mi primera juventud a mi incipiente vejez, he escrito y publicado reseñas en numerosos periódicos y revistas, ya sean en papel o digitales, y en la última década y media, no pocas de las recensiones que he escrito han aparecido en mi blog, incluso aquéllas que habían sido publicadas antes en otros medios. Detrás de esas notas de lectura no hay ninguna intención académica y menos aún canónica. Ni soy filólogo ni me apellido Bloom. Prefiero que adopten un tono conversacional (“Un poema no es más –escribió el gran Eliseo Diego– que una conversación en la penumbra”). Porque de sencillas anotaciones de un lector se trata. Nada más. De lecturas “bien hechas”, espero (por seguir a Péguy, citado por Steiner). Las de alguien que, como ya he contado alguna vez, lee siempre con un lápiz en la mano para subrayar y no pocas veces con un folio cerca (usado a ser posible, que doblo por la mitad) donde, con mi viejo bolígrafo Parker, voy apuntando ideas y versos de cara a la posterior elaboración de la reseña. Costumbres de lector judío para el autor de Presencias reales. El mismo que dijo que para leer, no nos engañemos, “hay que trabajar mucho y muy duro”. Remitía a Spinoza: “Todo lo excelente es muy difícil”.
En cierta ocasión enumeré algunas “cosas que no me gustan de una reseña“. A saber: que el crítico dedique la mitad o más de la recensión a la vida, obra y milagros del autor; que se refiera a él por su nombre de pila o, para colmo y sin disimulo, por su apodo familiar o amistoso y que lo tutee, en suma; que la reseña parezca un comentario de texto; que el tono sea profesoral y el abajo firmante, además, se empine y se ponga estupendo; que no se comprenda lo que quiere decir; que no esté escrita con el mismo rigor literario exigible a la obra que comenta; que use la tópica jerga (por no utilizar jerigonza) de la reseñística rancia; que se note que el crítico sólo conoce el libro por la solapa, la contracubierta o la nota editorial y que, en fin, hable de un libro que en realidad no ha leído; que de su lectura se deduzca que el crítico ha confundido el ejercicio de la crítica con una carrera de velocidad o con un campeonato de pelota vasca; y que no se ajuste, para terminar, a lo que dijo una vez
Francisco Brines: “El crítico no es más que un lector que elige”. Uno, si acaso, es eso. Alguien que se atreve a interpretar algunos libros que ha leído. De ahí que mi tono sea el que es. Propio, o eso procuro. No pretendo otra cosa que no sea dar cuenta de algunas lecturas gozosas. Como Auden (quien dijo que “no puedes reseñar un libro malo sin lucirte”), prefiero callar cuando lo que leo no me gusta. Bastante castigo es ya el silencio.
El mencionado Brines, un hombre muy lúcido cuando habla de poesía, ha escrito: “La crítica del lector es importante, pero aún más es su intuición. Para Eliot la sobrepasa”. Y luego puntualiza: “La labor crítica en la creación es tan importante como la intuitiva, ya que si esta es la condición sine qua non de la facultad creadora, sólo la primera, la crítica, hará posible su validez”.
Uno, en fin, se limita a hablar de libros; que, por cierto, leo antes de glosar. Libros a los que no pocas veces se llega, precisamente, por instinto, en especial cuando se reciben en forma de avalancha. ¡Somos demasiados!, dijo aquél.
Los poetas mueren, sus obras (a veces) permanecen. Este misterio acrecienta la voluntad de algunos, entre los que me encuentro, por comentar algunos de los que leen. Diría más: lo mismo que la traducción es, según dicen, la manera más profunda de leer, sólo después de reseñar un libro alcanzo a comprender de veras lo que esa obra significa. Por eso, por encima de las limitaciones de tiempo y capacidad, comento los que juzgo mejores.
Ya he contado que en una encuesta publicada en los noventa en el suplemento de cultura del diario ABC, a vueltas con la guerra entre las poesías “de la experiencia” y “de la diferencia” (sic), Víctor García de la Concha solventaba con acierto la inútil contienda: “¡Denme libros!”. No etiquetas ni poéticas ni opiniones. Esa es la verdadera razón de un crítico y de la crítica: leer con criterio y escribir con solvencia (y en el mejor estilo) sobre este o aquel libro. Ni más ni menos. Ni es fácil ni es poco.
NOTA: Este artículo se ha publicado en la revista QUIMERA, número 449, mayo de 2021.
Paseos con el padre
Por Fernando Aramburu
Necesitamos palabras. Las necesitamos a todas horas, en cualesquiera circunstancias. También durante el sueño o cuando estamos solos. Es cosa triste no tener nada que decirse. Por lo general, las palabras están en nosotros, en nuestra competencia lingüística, esperando a ser dichas, escritas, cantadas; pero no siempre es así. A veces las necesitamos en momentos especiales y no acuden a la boca que quisiera pronunciarlas, a la mano que se empeña en escribirlas. Momentos particularmente emotivos, intensos, dolorosos, que no se dejan expresar articulando el lenguaje de la manera acostumbrada.
Se nos ha muerto, pongo por caso, un ser querido. Deseamos evocarlo, rendirle homenaje o despedirlo con una nota necrológica, con unas pocas frases para una esquela mortuoria, dignas de la estimación que le tuvimos o de sus méritos. En fin, es nuestro propósito honrarlo sin caer en las trivialidades propias de quienes se limitan a despachar un trámite o de los que por desgracia (o por formación deficiente) no están dotados del debido talento.
Perspectiva del poeta
En tales ocasiones, no haremos mal en pedirle a la poesía que nos provea de palabras; se entiende que de palabras hondas, consoladoras, bellas. Cierta clase de poetas cumple con singular acierto dicho cometido. Son aquellos que conciben el poema como un espacio para la meditación a partir de una mirada serena, a veces conciliadora, a veces crítica, hacia las cosas comunes, los paisajes y las gentes de cada día. Sus poemas adoptan a menudo la forma de un soliloquio caracterizado por la expresión clara y sobria, con rasgos narrativos. Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) es un destacado cultivador de este género de poesía.
En 2008, Valverde publicó Desde fuera, libro de poemas en el cual se incluye, con el título de ‘Entonces la muerte’, una serie de cuatro piezas dedicadas a la muerte de su padre, acaecida unos años atrás. El difunto no aparece en el texto singularizado con nombre propio ni señas personales. Uno de los poemas sitúa el fallecimiento en un hospital. Otro alude al hábito que practicaban padre e hijo de pasear juntos por el campo. Dichos detalles confieren humanidad a la figura rememorada, pero son transferibles a otros hombres y están, por consiguiente, lejos de trazar un retrato individual.
Al lector, pues, no le cabe otra posibilidad que situarse en la perspectiva del poeta. La novela, el cine, el teatro, admiten espectadores de vidas ajenas. La poesía, no. El poema se asume o nos negará su sustancia poética. Por fuerza el padre fallecido es el del propio lector (reemplazable en el pensamiento por otro ser querido), como también es del lector, durante la lectura, la voz del poeta. Esta implicación sin fisuras hace que la poesía pueda proporcionarnos las palabras de las que a veces carecemos en los momentos especiales de nuestra vida.
La cuarta pieza de la serie evoca los paseos del padre y el hijo por el valle del Jerte, no lejos de Plasencia. Y no sólo los evoca: los actualiza en forma ritual tras haber asumido el hijo la ausencia física del padre. Porque una cosa es morir y otra desaparecer, borrarse para siempre en la memoria de los vivos, a lo cual se opone el poema. Este ha sido escrito desde la superación del duelo, simbolizado por la tormenta reciente. Disipadas las nubes negras, interiorizados el dolor y la pena, el poeta entiende que ahora el padre fallecido perdura como recuerdo, pero también como destinatario de su amor inquebrantable. Y puesto que el buen tiempo y la hermosura del paraje invitan a hacer camino, el poeta reanuda el hábito que lo vinculó con su padre, al par que mantiene vigente, en la esfera de la conciencia, dicho vínculo.
Se trata de un paseo en dirección contraria al rumbo de la muerte. Recordemos los célebres versos de Jorge Manrique: «Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar en la mar,/ que es el morir.» En el poema de Álvaro Valverde, el poeta remonta el río al modo de quien retrocede en el tiempo y se dirige de vuelta hacia su infancia, textualmente hacia las fuentes de la vida; por tanto, hacia las épocas pasadas en que su padre aún vivía, lo cual constituye una forma de reencuentro.
Y, en efecto, allí está el padre transformado en los componentes actuales del paisaje. El hombre aquel que un día de tantos perdió la vida consiste ahora en río y cerezos, en bancales y cascadas, con los que le es posible al hijo huérfano cruzar la mirada o entablar diálogo. Todo es igual a primera vista (la flora, los accidentes del terreno, la luz de la tarde), pero un factor nuevo confiere apariencia familiar al paraje. Se abre allí, en aquellas soledades naturales, un espacio de honda intimidad, incluso de recobrada camaradería. Por obra del amor filial, el padre no sólo reside en el paraíso. Es el paraíso.
Fidelidad y afecto
Lo imaginamos hablando con el hijo a través del canto de los pájaros, mediante el rumor de la corriente o de las hojas agitadas por el viento. Se da a este punto un encaje admirable entre la emoción y la escritura, sin el cual un texto, aunque contenga versos, difícilmente se constituirá en poema, entendiendo por poema el lugar donde se da, donde ocurre en grado de excelencia (o punto menos) la poesía. Y no admira menos el que la complejidad del mensaje se compadezca con un estilo claro y llano, lo que prueba una vez más que los poetas, para decir cosas profundas, no necesitan ser oscuros. Todo se entiende y nada es trivial en estos versos de Álvaro Valverde.
El poema entero es una invocación serena a la figura del padre. A él están dirigidas las palabras, con él habla directamente el poeta. Te has muerto, pero yo hago que vivas, aunque no en tu cuerpo, y seguimos juntos como en los viejos tiempos. Tal es la idea sustentadora de este poema conmovedor.
Aquellos paseos de ambos por la campiña extremeña no se limitaban a un simple y quizá deportivo pasatiempo. Brindaban, además, la ocasión para que el hijo se adentrase de la mano paterna en los secretos de la naturaleza, obtuviese provechosas lecciones de vida, se formara en el respeto de los animales y las plantas, desarrollara el gusto estético y aprendiera los criterios morales que hacen de nosotros hombres positivos.
Hay en el poema de Álvaro Valverde gratitud, fidelidad, afecto, pero también un noble gesto que en mi modesta opinión constituye uno de los mayores homenajes que pueda hacérsele a un progenitor: el de mostrarles los hijos a los padres su disposición a hallar satisfacción, bienestar, alegría, en las cosas sencillas (tal vez «vulgares o anacrónicas», dice el poeta) que nos rodean y, por tanto, en el mundo no exento de infortunio en el que fueron sin su voluntad depositados. Ello implica para los padres una grata confirmación. ¡Qué mayor victoria contra la condición trágica de la especie que haber propiciado un hijo dotado para la felicidad!
Todo me lleva a ti; así, esta tarde
abierta al cielo azul que ha sucedido
al airado negror de la tormenta,
bajo esta luz que, más que vespertina,
me parece cegante y de mañana,
cuando atravieso el valle
y vuelvo a Jerte, sin saber por qué,
siguiendo no sé bien qué raro impulso,
curva a curva, ya sabes, cauce arriba,
hasta las mismas fuentes de la vida.
Todo es igual, pero también distinto,
y me remite a ti. Y las cascadas,
y los bancales y el río y los cerezos
parecen ser mirados por tus ojos
y a su través me hablas todavía
y vuelves a explicarme lo que importa:
sentirse aquí, feliz, y rodeado
de cuanto cualquier hombre necesita:
la luz, el campo, el árbol, la montaña,
cosas, tal vez, vulgares o anacrónicas
pero que nos confortan y nos salvan;
los seres y las fuerzas de ese mundo
solar donde vivías;
donde, para mi bien, conmigo vives.
NOTA: Este artículo se publicó por primera vez el 5 de febrero de 2015 en el suplemento Territorios del diario El Correo. El extremeño Hoy lo dio cinco días más tarde. Por fin, Aramburu lo recogió en su libro Vetas profundas (Tusquets, 2019).
Leyendo a Álvaro Valverde
Gonzalo Hidalgo Bayal
I
Si en abril de 2012, a la espera de una suma poética completa, apareció Un centro fugitivo (La Isla de Siltolá), primera gran antología de la poesía escrita por Álvaro Valverde entre 1985 y 2010, apenas unos meses después, en enero de 2013, llegó a las librerías un nuevo último libro, Plasencias (De la luna libros), un recorrido sentimental por los lugares del poeta, por los hitos de su territorio, un conjunto de poemas, según confesión preliminar, «explícitamente autobiográficos», algo, por lo demás, poco frecuente en la obra de Valverde, al menos en lo que se refiere a la (digamos) «autobiografía con vida» (cosa distinta es la biografía interior o, si se prefiere, la «autobiografía implícita», la que corresponde a la meditación y al pensamiento a los que la propia vida aboca), no tanto en lo referido a la circunstancia geográfica o territorial. Plasencia «ha sido el trasunto de no pocos de mis poemas», se lee «In limine», breve razón previa del proceso y del propósito, aunque enseguida añade: «sí, pero sin ser nombrada», y ciertamente el territorio es hasta tal punto reconocible y abundante en su poesía y en sus novelas que, cuando al fin se ha decidido a nombrarla, Plasencia se le ha vuelto necesariamente plural: Plasencias. Busca, es cierto, un precedente de autoridad externa, Venecias («Plasencias, como Venecias», dice, el libro de Paul Morand), que, sin embargo, según creo, más que una afirmación o el reconocimiento de una deuda retórica es una clara negación, el propósito de quien, habiéndose formado literariamente en pleno esplendor del culturalismo novísimo, donde lo veneciano tuvo una presencia generacional determinante, frente a una poética de góndolas y canales, frente al esteticismo decadente y enfermizo de una ciudad que se hunde, prefiere la poética menor de su ciudad de origen y destino, de elección y permanencia, una ciudad ambigua que genera por tanto un sentimiento ambiguo, un «odi et amo» que sólo en un cincuenta por ciento es compatible con el lema «ut placeat deo et hominibus» bajo el que se fundó, una ciudad también a su manera hundida (y no sólo en el tiempo, y no sólo en las galerías de la memoria). En mi competencia de lector testimonial el título Plasencias evoca a su vez de manera inmediata el título de un libro primerizo y anunciado y finalmente frustrado, no sé si inconcluso o solamente inédito, Poema de Ansano (hay en Plasencia una plaza de Ansano), un libro del que Álvaro Valverde sólo ha salvado con el tiempo un poema sin título, uno de cuyos versos figura como cita inicial de Territorio (libro por otra parte que le merece hoy al poeta una valoración contradictoria) y que, sin embargo, crea una suerte de círculo en torno a lo que ha venido luego siendo en esencia su poesía, hasta el punto de que en Un centro fugitivo figura como cita inaugural el poema entero, en cursiva y ahora bautizado, esto es, con título: «Hojas de acanto y rosas», cuyo epifonema tal vez sea el verso más citado de Valverde como enunciado y síntesis de su poética: «Hagamos de este lugar un territorio». Ese territorio no sólo es Plasencia, naturalmente, porque tiene además una clara dimensión simbólica, pero hay mucho territorio en Plasencias y es, en efecto, territorio autobiográfico, desde las casas en que el poeta ha vivido (también los habitantes de esas casas) hasta los lugares que todos conocemos, la evocación de lo que hubo y ha desaparecido, la geografía estándar de los visitantes, la isla, el río, la plaza mayor, las catedrales, los conventos, la muralla, las puertas, todo el laberinto interior en su conjunto (la expresión «cartografía poética» se impone como necesidad y como tópico), pero también los pasos del sujeto que habita ese territorio, y los pasos de otros habitantes especulares, y la conciencia de ese sujeto, que es, en suma, quien pasea, quien piensa y quien escribe. No cabe concluir en cualquier caso que Plasencias sea mejor ni peor libro que otros anteriores (cuando «los poemas que [un poeta] escribe empiezan a ajustarse a un preciso modo de decir que solemos designar como voz», una vez «asentada, digámoslo así, su poética», por decirlo con palabras de Valverde, sólo caben progresiones o mejorías circulares, frutos maduros equidistantes del centro), pero sí que en cierto modo era éste un libro al que todos los anteriores conducían, en el que se elevan hasta su nombre los lugares de siempre, en que lo particular y lo universal al fin se funden.
II
Tengo cierta predilección teórica por dos textos homónimos de Álvaro Valverde, titulados «Noticia de la muerte», más un tercero llamado «Conversaciones póstumas». La primera «Noticia de la muerte» es un poema de Una oculta razón (1991) y se trata de un monólogo dramático en el que cierto escritor ficticio reflexiona ante la llamada del necrólogo del New York Times Alden Whitman. «Conversaciones póstumas» (sigo el orden cronológico) es un artículo de prensa (Abc, 1/3/1999) en el que, a propósito de ciertos epílogos televisivos nacionales, cuenta cómo tuvo Valverde conocimiento de la existencia de Alden Whitman, de sus procedimientos necrológicos, y cómo ello le llevó al texto primero. «Escribí ese poema con un doble convencimiento», dice: «que la breve nota daba para un cuento o una novela y que, al menos entonces, yo sólo sería capaz de dar a ese hecho un modesto ropaje lírico». Y la segunda «Noticia de la muerte» es una reescritura narrativa del mismo episodio, desde el mismo punto de vista, pero con más detalles sobre el personaje y la enfermedad que, además de los años y el prestigio, provoca la llamada del necrólogo. El relato está recogido en Ficciones. La narración corta en Extremadura (2001) e incluye una nota a pie de página en la que se lee: «Mi primer impulso, al conocer la anécdota en que se basa, fue el de escribir un cuento. Quiere el azar que ahora, muchos años después de ser concebido como poema, alcance por fin ese modo de expresión. Que cada lector elija bajo qué forma lo prefiere y, si le place, que considere este trasvase de géneros como una de las infinitas posibilidades del juego literario». Pues bien, que, tras el punto de partida externo, el autor se viera en la necesidad de escribir sucesivamente un poema, un artículo y un cuento no creo que forme parte tanto del juego literario (en literatura cada asunto trae incorporado su propio género, igual que reclama en arte su propia manifestación), como de la necesidad de cerrar todos los huecos que el asunto trae consigo y todas las perspectivas desde las que se ofrece. Bien es verdad que en esta triple «noticia de la muerte» se aprecia una circunstancia puntual y cabría decir que excepcional, un mismo asunto —la llamada del necrólogo— tratado desde distintos puntos de vista, esto es, desde distintos géneros. Sin embargo, es a esta misma idea a la que responde en sentido amplio la escritura de Valverde, la poesía, por una parte, en primer lugar, y después la novela y el artículo (e incluyo en «artículo» la actualización diaria del blog en que tanto se empeña). No se trata de una trinidad intelectual o sentimental más o menos difusa, sino de los distintos modos de expresión que requieren las ideas para cumplirse en su totalidad, de modo que, si la poesía aspira al punto central de la diana, las incursiones narrativas y las derivaciones periodísticas o digitales se expanden por las varias circunferencias concéntricas de su superficie. La distribución es pertinente: si la poesía es afirmación o hipótesis, la prosa narrativa o periodística es una secuela lógica, un (cabría decir) quod erat demonstrandum.
III
Que Álvaro Valverde entiende su escritura narrativa como una variante paralela, un complemento genérico, se aprecia sobradamente en las dos novelas que ha publicado hasta el momento, Las murallas del mundo (2000) y Alguien que no existe (2005), una doble escenificación narrativa de sus temas poéticos. El germen de ambas novelas se encuentra en la noción de territorio y de lugar habitable que ya anticipó en los primeros textos poéticos y que ha seguido desarrollando después desde diversos ángulos: a debida distancia, ensayando círculos, desde dentro y desde fuera (no en vano los títulos son a un tiempo método y contenido). Ni la simetría argumental de Las murallas del mundo, que es la historia de un regreso y de un intento de recuperación de la ciudad que fue, ni los sucesivos episodios de Alguien que no existe, que es la historia de una disolución y de una fusión con el espíritu perdurable de la ciudad, ocultan que esa ciudad es el centro y el verdadero objeto de la historia. Incluso del poeta en clave que aparece en una de ellas se dice que «sus versos sugieren un mapa de esta ciudad: un lugar que ha convertido en un territorio». Alguien que no existe, además, se acoge, como procedimiento narrativo, al monólogo dramático de un personaje ficticio, equivalente e incluso simétrico al empleado en «Noticia de la muerte» (y en tantos otros poemas por los que desfilan poetas, pintores, arquitectos, fotógrafos, viajeros, etcétera, disfraces o variaciones o conjeturas del sujeto), en el que se suceden señeros episodios de la pequeña intrahistoria urbana, semblanzas de señalados personajes locales (arquetipos en general de la negra provincia), estampas de un tiempo que desaparece, fragmentos, en fin, que no forman parte de la «autobiografía con vida» del autor ni del narrador («retazos y cosas que viví o me contaron»), pero que configuran una aproximación al «centro fugitivo» del autor. Es como si frente a la reflexión o la meditación a que conduce la contemplación presente de los lugares de antaño, o a la rememoración que surge de esa contemplación —la mirada, la memoria, la melancolía—, no cupieran en el poema los personajes, las anécdotas, la noticia de un crimen, las adversidades con nombre, las desventuras singulares de la guerra y la posguerra, y por ello Valverde tuviera que recurrir a una voz enmascarada, la voz narrativa de «alguien que no existe». No sé hasta qué punto cabría decir que, al margen de las exageraciones y de la deformación atribuible al juego literario, el sujeto de Plasencias y el narrador de Alguien que no existe no son al fin y al cabo el mismo trasunto personaje. Si el escenario —el territorio— es el mismo, si muchos pasajes son los mismos, si ante su contemplación narrador y poeta (acéptese que «poeta» apunta a veces al autor y a veces al hablante del poema) piensan, sienten y dicen lo mismo, no sé por qué no habría que concluir que ambos son el mismo o, si se prefiere, la cara y la cruz, el anverso y el reverso de un mismo sujeto, de una misma voz. Si nos entretuviéramos levantando dos columnas paralelas, una para el narrador de Alguien que no existe y otra para el poeta de Plasencias, y fuéramos cotejando paseos y pensamientos —miradas, memorias y melancolías—, comprobaríamos sin esfuerzo que novela y poesía son vasos comunicantes. Atendiendo primero al escenario, por ejemplo, esto es, a la ciudad, ambos coinciden en las palabras descriptivas y en la obsesión del laberinto, de modo que, si los paseos del narrador son «constantes, reiterativos, siempre por las mismas calles y en torno a los mismos sitios; paseos circulares, fuerapuertas, alrededor de la muralla y paseos interiores, por el centro, recorriendo las callejas laberínticas de los antiguos barrios medievales», si «su recorrido reproduce el trazado de un laberinto», para el poeta «ese trazado / es propicio al paseo y al silencio, / a las divagaciones y derivas, / a perderse sin más entre las ruinas / de un nimio, inextricable laberinto». Lógicamente, la ciudad es su propio centro, su mismo laberinto, condición intramuros o interior. La expansión urbana, por tanto, uniforme y sin rostro, se percibe ajena y anónima. «Lo que denomino las “afueras” es para mí otra cosa», dice el narrador: «Allí todo evoca imágenes que hemos visto o podemos ver en cualquier ciudad de cualquier parte del mundo: bloques de edificios, grandes superficies, institutos y colegios, almacenes y talleres, naves industriales y tanatorios, en fin todo aquello que, según he leído, se acogía al concepto de “no-lugar”, por oposición a lo que está enraizado y pertenece desde muchos años, incluso siglos, a un sitio preciso y sólo a ése». «Sin alcance de miras, / con escasa ambición / e inaudita torpeza / han ido construyendo periferias / en torno a esta ciudad», dice el poeta: «Uno pasea por esos escenarios / sin memoria / y al cabo le parece / estar en cualquier parte». Incluso en ambos late una misma memoria. «Si he de recordar alguna imagen nítida de entonces», dice el narrador, «elegiré la estampa recobrada de la plaza vacía. Era en invierno. Había nevado durante la noche y la ciudad amanecía blanca, fría, desierta». «Con todo, es de una foto / la imagen que prefiero», dice el poeta en «Plaza Mayor»: «un día en que la nieve / la iluminó de blanco». Ambos ven la ciudad como una prolongación simbólica de sí mismos, o al revés, si se prefiere, se ven a sí mismos como corolarios de la ciudad, y así, si el narrador dice: «Tal vez por mímesis, a imitación de la ciudad fortificada en la que vivo, yo también he levantado mis propias, inexpugnables murallas. Muros que me protegen de mis semejantes, de los otros; meras coartadas como la soledad y la timidez», el poeta, como si entablara un diálogo con son semblable, son frère, replica: «Yo te respondo / que acaso las murallas […] han sido mi refugio, una isla aparte; / que entre sus muros, en fin, levantó uno / su mundo frente al mundo». Y, en fin, para concluir esta deriva comparativa, aunque sin ánimo de agotarla, ambos experimentan la misma pesadumbre del destierro interior. «Paradoja cruel», dice el narrador, «saberse de un lugar, quedarse anclado en él, por propia voluntad o por destino y, sin embargo, saberse, en ese sitio, un desplazado» (adviértase que no sería difícil ni temerario escandir los parlamentos del narrador e incluir discretas barras versales). «No es preciso partir para sentirse / un desterrado, un extranjero. Basta / con apartarse un poco de los otros, / por no participar de sus costumbres, / con ejercer sin más de solitario…», responde el poeta: «No lo dudes, / sin salir de este sitio en el que vives / sólo eres la sombra de un extraño». En modo alguno cabe decir que, más allá de los límites de la experiencia, poeta y narrador sean autorretratos, pero sí parece que a ambos les sostienen el mismo pensamiento e idéntica determinación moral.
IV
Antes, sin embargo, de llegar a Plasencias Álvaro Valverde ha recorrido el trayecto que va desde «aquel Valdeamor / que dio título al libro / primero que escribí / cuya edición completa / —un ejemplar a mano— / regalara a mi novia» hasta Más allá, Tánger, todavía inédito y del que algún poema anticipa El centro fugitivo, o, si prescindimos de tentativas y de inéditos, desde Territorio (1985) hasta Desde fuera (2008), trayecto en el que al ahondamiento de la espiral temática se ha añadido la depuración formal. Hace ya tiempo que Valverde recurrió a un ejemplo afortunado para hacer visible el modo como los procedimientos poéticos se han ido despojando de todo artificio retórico en pos de una claridad y una transparencia ejemplares. «Imaginemos el agua fría y cristalina de una de esas gargantas que bajan de las sierras de mi entorno», escribe («La sombra de una idea», 2004), «de ésas que nos permiten ver con nitidez su fondo de guijarros. Ahora bien, si intentamos coger uno, comprobamos con estupor que nuestro ojo ha sido incapaz de calibrar la profundidad real que en esas aguas separa el fondo de la superficie. Lo que parecía estar cerca no lo está tanto. Así, lo que nos mojamos al coger el canto rodado no es la mano, ni la muñeca, ni el antebrazo, ni el codo, sino el hombro y más incluso». Después, trasladando la imagen a la poesía, añade: «Leemos un poema que nos parece transparente y, no obstante, sentimos el vértigo de lo que no sabemos explicar. En la claridad está la mayor profundidad» (la cursiva es mía). Y, ciertamente, bien puede decirse que ese propósito y ese objetivo de claridad y profundidad se han ido ahondando en libros sucesivos. El lector de sus poemas no podrá entretenerse en vericuetos formales, sin más recursos musicales que una métrica acentual muy ortodoxa (lo que, dado el capricho fónico del nombre, no deja de ser un punto paradójico: a quien aglutina en nombre y apellido bilabiales y líquidas implosivas bien podrían agradarle aliteraciones, consonancias y paronomasias, pero Álvaro Valverde es un poeta perfectamente serio: nunca ha escrito sonetos), ni en intrigas semióticas, porque carecen de concesiones adjetivas, y quedará, en cambio, perplejo y pensativo ante la hondura de la meditación, en el enigma de la melancolía, en lo que a pesar de la claridad permanece oculto e innominado, en el «fondo de guijarros» (como «guijarro» viene de «petra aquilea», piedra aguzada, no creo disparatado ver en cada poema la idea indemne cuyo filo o aguijón alcanza al lector y cuya huella permanece). Pues, si, como se ha visto más arriba, la noción de lugar (Plasencias, Alguien que no existe) impone la idea de laberinto, si pasear entre estas murallas o, por extensión, vivir, es ir trazando (o ensayando) círculos, entonces la obra literaria de Valverde, tanto poética como narrativa, traza también un laborioso laberinto. Siempre he defendido que cada obra contiene sus propios índices de lectura y que, a partir de cierto grado de madurez e inteligencia, nadie tiene tanta conciencia de la obra literaria como el propio autor. Sirvan, pues, sus palabras para enumerar los temas centrales de El centro fugitivo (entiéndase este título como mera sinécdoque): «Esos temas […] serían, en mi caso, la reflexión sobre la poesía (más allá del ortodoxo ejercicio metapoético); el tópico del viaje (“la distancia se hizo para amar lo recóndito”, escribí allí); la metáfora del jardín (esa hermosa alegoría, como la anterior, interminable); la presencia de la casa (pues la poesía es también un habitar) y la noción de lugar». Y añade: «Son esas obsesiones que ensayan círculos en torno a uno mismo y que hacen único también, sujeto a variaciones (al modo musical) o series (al modo pictórico), el poema sucesivo que ese uno escribe con obstinación durante el resto de su vida». Todos los temas, sin embargo, y las obsesiones, el jardín, el río, el verano, el viaje, la conciencia de ser, etcétera, tienen haz y envés, son de ida y vuelta, como si trazaran un oxímoron conceptual (que no es violento sino apacible y sereno), una fusión de contrarios que cabe resumir en que el «centro» sea, en suma, «fugitivo». El jardín, por ejemplo, es el espacio propio, propicio y apacible, en el que se reconoce la memoria, el ser que ha sido, donde se funden los motivos del locus amoenus y el tempus fugit en una suerte de tempus amoenus (amoenus, a pesar de todo) que es el tiempo de la contemplación y de la meditación y a menudo el instante de la revelación; pero también es el sitio cerrado, inaccesible, secreto, clausurado, prohibido, en el que se enseñorean las ruinas y crece la maleza. El tiempo, inexorable, subraya la condición efímera de las cosas y arrincona el pasado en la memoria, el río, los veranos, la felicidad antigua de la infancia («Si la felicidad existe, / es en la infancia. / Y, aún allí, en los veranos»), pero obliga, por ello, a su recuperación, a buscar en lo efímero lo permanente, a negar una y otra vez ante el curso fugitivo del río la maldición de Heráclito, a ser «en sus aguas siempre otro y el mismo». El viaje es la sucesión de motivos que permiten al poeta otras contemplaciones y ofrecen otras perspectivas a la meditación, pero también es la suma de lugares que, con la sinuosidad del laberinto, remiten inevitablemente, circularmente, al jardín, al lugar de origen, al lugar del que no se sale, a la clausura de las murallas. Viajar es advertir la multiplicidad del «centro» y la unicidad del (valga decir) «no-centro», de todo lugar exterior y literalmente excéntrico. Tanto da que el poeta esté en Nápoles, en Cadaqués, en Brujas, en Madrid o en luminosas ciudades del sur: cada uno de esos lugares remite inexorablemente al origen. Y no es sólo que todos los lugares sean a la postre el mismo lugar o el único («una ciudad es todas las ciudades»), sino también que vaya el sujeto donde vaya no deja de ser el mismo sujeto y no dejará de establecer conexiones (en eso consiste en suma el ejercicio intelectual) entre lo uno y lo otro y certificar que ir y volver sí son la misma cosa. Y en uno y otro sitio, en el jardín, en los lugares del viaje o en el lugar propio, en la reflexión poética, prevalece siempre la conciencia del ser, que lleva consigo las eternas preguntas sobre la identidad presente y pasada («ya había escrito el poema que ahora leo»), sobre la identidad interna y externa, la necesidad del desdoblamiento y la posibilidad de introducirse en otras conciencias, de ser otras conciencias y hablar con la voz de otras conciencias en justa aplicación del je est un autre («yo era ese otro que ahora vuelve»), una suerte de extrañamiento objetivo que no deja de ser un modo de desdoblamiento subjetivo, un circuito de la mirada hacia otros que no dejan de ser yo, un yo exterior. Y que, además, en mi opinión, alcanza a la recepción textual, pues si el poeta, «Leyéndome a mí mismo», desea «que un mínimo azar haga al cabo posible / que yo sea ese otro», el usuario final de la escritura, «leyendo a Álvaro Valverde» como corresponde (tal es la pretensión de estas páginas), se convierte asimismo en el sujeto o en parte del sujeto del poema. De todo ello resulta, en fin, una poética que va de la experiencia velada, del episodio mínimo, de la oculta razón, al vigor universal del símbolo. De ahí, tal vez, antaño, el silencio de los nombres; de ahí también la sutilidad de los hechos, su sigilo: para no malversar la significación.
V
«Cualquiera que me haya leído», ha escrito Álvaro Valverde, «sabe que una de mis obsesiones favoritas coincide con una de aquellas preguntas de viaje de Elizabeth Bishop: ¿partir, quedarse? Uno se quedó. O no supo escapar». Tal circunstancia ha tenido, sin duda, repercusiones literarias, por una parte, en la medida en que se ha convertido en «obsesión poética» y, por tanto, en expresión (y no creo que si la decisión hubiera sido partir, como el personaje del apólogo de Kafka: «Salir de aquí: esa es mi meta», las consecuencias poéticas no se hubieran invertido con la misma intensidad y, por tanto, con idénticos efectos, esto es, con textos poéticos desde el otro ángulo, desde el otro lado de la frontera). Tomada, pues, la decisión de quedarse, desestimada la huida, los hechos se separan del tema, la obsesión y la realidad trazan líneas paralelas y se produce un desdoblamiento temático, el que da pie a parte de la escritura. De ahí que el sujeto de Plasencias pueda sentirse prisionero y declarar que «quedarse en este encierro es la razón / que iguala a una condena tu existencia». Pero también creo, por otra parte, que «quedarse» ha tenido consecuencias biográficas (digamos) sociales, en el sentido de que es bastante probable que la elección adoptada haya ido de alguna forma en perjuicio de la dimensión pública de Valverde, toda vez que, como se sabe, la corte sigue siendo corte todavía, a pesar de todos los pesares y todas las tecnologías, y la aldea sigue siendo aldea, por mucha significación interior que proporcione. Tengo el convencimiento de que Álvaro Valverde hubiera prosperado socialmente en la corte («De ocasiones perdidas / están hechas la líneas / que dibuja el destino»), pero ha preferido la discreción y aun la reclusión de la aldea. Recuerdo a este propósito que ya en 1985, antes incluso de la publicación de su primer libro, preparó Álvaro Valverde, en colaboración con Ángel Campos Pámpano, una antología de poetas extremeños de entonces (consagrados y promesas) que recogía un sinfín de nombres: fue Abierto al aire. El título respondía a su voluntad de manifestación, al deseo de mostrar una amplia gama de voces regionales con pretensiones suprarregionales, a abrir al aire nacional en suma la producción poética del territorio (eran tiempos fundacionales y entusiastas). No sé si fue mucho o poco el aire que pasó por la abertura, pero es en otro sentido en el que quiero usar la expresión. Pues fueron precisamente los antólogos (que por pudor no figuraban en la antología como poetas, lo que no ha sido obstáculo para que su obra sí tenga significación y relieve exterior, que se haya abierto por sí misma al aire) quienes permanecieron en la región. En Valverde, su reclusión singular en el círculo de sus plasencias arroja el siguiente resultado interior. Ha sido director del centro de profesores y recursos de Las Hurdes, presidente de la Asociación de Escritores Extremeños, director del Aula de Literatura José Antonio Gabriel y Galán, cofundador de la revista hispano-lusa Espacio/Espaço escrito, coordinador del Plan de Fomento de la Lectura y director de la Editora Regional de Extremadura, tareas unas y otras que le han llevado a recorrer la región con infatigable intensidad (es un viajero automovilístico de primer orden, sin pereza ni fatiga: «Yo también al volante, como el reconocible / personaje de Pessoa, muy al este de Sintra / veloz, ¡qué duda cabe!») y a identificarse con las diversas muestras del paisaje regional, «la aridez y la fronda, la pizarra y el bosque». Ahora, retirado en la equívoca paz del laberinto, da clases en el colegio público Alfonso VIII de Plasencia, lo que, en cierto modo, lo convierte en un viajero inmóvil (uno más de sus temas poéticos). En una encuesta digital reciente, a una pregunta sobre el empleo del tiempo no lectivo respondía: «Leo, escribo, paseo, tomo algunas cervezas…». De la lectura dan prueba tanto sus colaboraciones en revistas como las numerosas y diarias entradas de su blog. De sus paseos hay abundantes referencias textuales, sea en «el enclave de un viejo molino de agua, desprovisto ya de su práctica función original en beneficio de la no menos ejemplar de servir para el retiro y el ocio», cuyos alrededores ofrecen dos posibilidades, «paseo largo» o «paseo corto», más la sabia e intuitiva mansedumbre de la naturaleza, sea por el paseo fluvial que flanquea ambas márgenes del río Jerte a su paso por Plasencia, catorce o quince kilómetros de hormigón más que suficientes para, a paso raudo, nervioso y solitario, sin diversión auricular alguna, dar forma al pensamiento y caminar con ritmo métrico: «Paseos, cómo no, / de un solitario / por lugares que siguen / suspendidos del tiempo. / Ahora, cada tarde, / junto al río, / repito esas precisas caminatas. / De paso apresurado, / son sendas reiteradas / a la busca incesante / de la vida perdida. / […] / Paseos en silencio, / siempre a solas. / Como forma de ser; / como método, quizás, / de conocerse; / de inmersión en el mundo; / rodeos al encuentro / de uno mismo; / formas de la nostalgia / o de la resistencia; / filosofía elemental / o una manera humilde / de ser hombre». Por mi parte, yo podría dar algún testimonio de las cervezas, raudas también, y coloquiales, a las que Álvaro Valverde aplica el mismo nerviosismo que a sus paseos, un nerviosismo que es rasgo asumido de carácter («soy un hombre nervioso», confiesa en la «Nota del autor» que cierra El centro fugitivo) y que tiene incluso reflejo sintáctico en sus escritos: la frecuencia de un súbito adverbio afirmativo ante vagas y presuntas objeciones, el recurso a fórmulas prosódicas reflejas que en sus escritos funcionan con brusca independencia, cierto minimalismo métrico, etcétera. Pero no creo que en ciertos hábitos haya mucha diferencia entre quienes se dedican al noble ejercicio de leer, pasear, escribir y conversar ante un vaso de vino o una cerveza meridiana. Cabe añadir, sí, lo dice en la misma encuesta, que le escandalizan pocas cosas: el paro, la corrupción política, los recortes y la privatización de la educación y la sanidad, el desprecio hacia la cultura, los desahucios, la pobreza, el hambre; y que se declara «socialdemócrata en suspenso. Sin carné, por supuesto. Y casi sin esperanzas». Pruebas de esa preocupación o de ese escándalo, de su compromiso civil, en suma, ha habido bastantes en sus artículos periódicos, cuando tenía columna semanal en prensa (lo que no dejó de procurarle sinsabores), o, ahora, al hilo del presente, igualmente en el blog, si bien cada vez parece más difícil, por una parte, comulgar con ruedas de molino y, al mismo tiempo, por otra, más inútil martillear en la piedra. No diré que, si, «entre sus muros, en fin, levantó uno / su muro frente al mundo», eso signifique una claudicación, pero sí que cada vez son más los muros y que lo que ante ellos prevalece es la voz serena y lúcida del poeta, la misma voz que en palabras del narrador decía: «Soy una persona solitaria, huraña, distante. Más melancólica que alegre; más depresiva que jovial», y en palabras del poeta: «No he vivido, confieso, / a favor de la noche. / Mi presencia es diurna. / La luz a la que aspiro / es blanca y la refleja / el sol sobre las cosas: / sobre el muro de cal, / en la azotea». Vale así: dar clases, leer, escribir, pasear, tomar algunas cervezas… Lo demás son puntos suspensivos.
Plasencia, junio de 2013
NOTA: Este texto se publicó en el número 759 de septiembre de 2013 de la revista Cuadernos Hispanoamericanos.
Diré lo que me huye
Jordi Doce
En «La sombra de una idea (Leyéndome a sí mismo)», la conferencia con que introdujo su lectura de poemas en la Fundación Juan March, y que toma su título del texto que abre A debida distancia (1993), Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) se detiene sobre uno de los aspectos de su trabajo que más conmueve y gratifica a sus lectores habituales (y que, por lo mismo, más sorprende a quien lo aborda de nuevas):
Creo que, por mucho que se empeñe el poeta, en un determinado momento, asentada, digámoslo así, su poética […], los poemas que escribe empiezan a ajustarse a un preciso modo de decir que solemos designar como voz. Una voz, hasta donde ello sea posible, con personalidad, propia, intransferible, que debería remitir al lector a identificar el texto con su autor, si ya lo ha leído, o a descubrirlo como nuevo, si se topara con sus versos por primera vez.[1]
Ese modo de decir, esa peculiar forma de respirar y nombrar el mundo que llamamos voz, se decanta de modo inequívoco en sus primeras entregas (Las aguas detenidas y Una oculta razón) y es responsable o garante último de la profunda unidad de esta obra, hasta el punto de que sus libros en prosa se nos aparecen como una extensión natural del verso, una revisión de los intereses y motivos que han dado carta de existencia a la poesía. Son abundantes los pasajes de sus dos novelas (Las murallas del mundo y Alguien que no existe) que podrían ofrecerse al lector como poemas en prosa; a la inversa, no son pocos los poemas que parecen glosar o volver de otro modo sobre las huellas de sus libros narrativos.
Esta continuidad es, en primer lugar, una cuestión de timbre, de tono. Nadie que lea un poema de Álvaro Valverde puede llamarse a engaño: su dicción y su vocabulario son tan inconfundibles como el ritmo que imprime a los metros impares o el modo en que maneja los silencios y las transiciones (ese staccato, tan suyo, de simples frases declarativas con que parece acotar un momento en el tiempo y que contrasta visiblemente con otros pasajes en los que la sintaxis se contonea y anuda sobre sí misma con gracia barroca). Es una voz, en fin, que apenas ha cambiado con los años, aunque por el camino haya ido ganando en claridad y sencillez, dejando a un lado ciertas afectaciones arcaizantes que no dejaban de ser naturales –y hasta deseables– en un poeta joven que se había educado, en parte, leyendo a sus hermanos mayores, los llamados novísimos. De la primera a la última página, la escritura de Álvaro Valverde se nos aparece como un continuum, el fruto reiterado de una fidelidad a la poesía que no ha dicho sino afinarse y depurarse con el tiempo.
En poesía, como sabemos, lo más superficial es lo más profundo, y esta continuidad tímbrica, tonal, denota la existencia de una unidad más honda: de temas, de inquietudes, de obsesiones. El autor mismo, con su proverbial lucidez, ha señalado en varias ocasiones las correspondencias internas que tienden sus hilos entre unos poemas y otros, tejiendo un tapiz que parece borrar o atenuar en lo posible la dimensión diacrónica de la escritura y en el que, a debida distancia, se adivina –como en la célebre parábola de Borges– su propio rostro. No es que lo haya señalado tan sólo: abundan los ecos, las referencias cruzadas, las citas y los títulos programáticos, los modelos más o menos cercanos (María Zambrano, Gabriel Ferrater, Joan Vinyoli, Aníbal Núñez, César Simón) a los que se vuelve una y otra vez para orientarse o recibir algún tipo de guía. Una guía que en ocasiones toma la forma de oráculo, como si escribir fuera, en parte, un esfuerzo reactivo, un intento por desentrañar el carácter misterioso de pronunciamientos que nos inquietan pero de cuyo alcance real no terminamos de hacernos cargo. Como señala muy certeramente Miguel Ángel Lama:
El conjunto aporta una permanente evocación del acto de leer, una suerte de metalectura que se ha convertido en marca constante de poéticas modernas y que caracteriza la obra de Valverde. Un diálogo obsesivo con el hecho literario con numerosos precedentes en poemas más antiguos en los que el poeta busca el sutil homenaje al árbol de la literatura…[2]
Si en Ensayando círculos se tomaba en préstamo una expresión de Vinyoli para figurar el proceso de ahondamiento en lo real que es, para su autor, la escritura poética (el impulso del pensar como piedra que abre una espiral de círculos concéntricos en las aguas detenidas de la contemplación), Desde fuera parte de sendas citas de César Simón y Eduardo Lourenço que completan y matizan aquella distancia con que nuestro autor –desde el título de su tercer libro– venía a definir el lugar del poeta contemporáneo: alguien a quien un exceso de lucidez o autoconciencia aparta del flujo de la vida; alguien, sí, para quien la ingenuidad o la inocencia ya no es posible (aunque las desee con todas sus fuerzas) y que por tanto se ve obligado a adoptar el papel de observador de sí mismo y de los demás, viviendo en un afuera que –paradoja– es condición forzosa de ese querer ir adentro que los poemas encarnan con obstinación.
Álvaro Valverde ha comentado a menudo que su poesía está contenida o prefigurada parcialmente en un verso de su primer libro: «Hagamos de este lugar un territorio». De ser así, la voluntad de cartografiar y ordenar el lugar (es decir, de darle un sentido que a su vez nos alumbre y nos implique) sólo puede partir de alguien para quien ese lugar es a la vez propio y ajeno, familiar y extraño. El extrañamiento, aquí, es condición que antecede a la escritura y que la hace posible. De ahí su carácter especulativo, su confianza en un lenguaje sobrio y despojado capaz de ordenar sin violencia los datos de la percepción, su recelo de cualquier exceso metafórico que contribuya a incrementar o desquiciar la extrañeza inicial.
El territorio primero al que aluden los poemas de Valverde es, claro está, el de una realidad vital que «constituyen mi ciudad natal, Plasencia, y sus contornos: los valles del norte de Extremadura. Un enclave mediterráneo (no sólo en su sentido etimológico) donde se establece, al tiempo que se sustenta, mi mirada y mi memoria […]»[3]. Un territorio en el que los conceptos de campo y ciudad pierden su antigua rigidez para imbricarse y contaminarse mutuamente, y en el que las viejas figuras del andarín ocioso y absorto, tan machadiana, y del flâneur urbano, aquejado de una invencible melancolía que lo condena a girar en círculos anónimos (como el «hombre de la multitud» de Poe) por el espacio de unas calles que se han vuelto ajenas e incluso hostiles, se funden en una sola: la del yo que pasea en soledad como una forma de adecuar lo exterior y lo interior, de encontrar el ritmo de un pensamiento capaz de ir incorporando los datos de la observación y ser fiel a ellos. Se trata, en última instancia, de establecer una corriente de afinidad o empatía con el mundo sensible que permita al yo conocer su lugar preciso entre las cosas, entender hasta qué punto forma parte de una comunidad que le excede –y sin la cual no sería nada– y obtener conclusiones, ya que no respuestas, que encaucen esta energía emocional, estas modestas revelaciones que jalonan su camino y son el cimiento más legítimo de su esperanza.
El paseo, pues, como lección de humildad. Y así también el poema. No es casual que Valverde haya invocado el ejemplo de Charles Tomlinson en una pieza titulada, justamente, «El paseo», que toma como punto de partido una frase del poema en prosa «La insistencia de las cosas», uno de los textos más programáticos del escritor inglés: «se tarda tanto en reconocer los lugares que habitamos»[4]:
Retengo esta cita en la memoria
porque una vez más,
como otras tardes,
sigo el mismo camino
que me lleva
desde la misma casa
hasta mí mismo.
Y no por reiterada es esta senda
igual ni la costumbre
convierte en repetido mi trayecto.
Como el poeta inglés, Valverde aspira a establecer un vínculo sostenible y ecuánime con su entorno. Un enlace hecho de respeto y curiosidad renovada que, por un lado, se resiste a idealizar la naturaleza o incurrir en sobadas y anacrónicas alabanzas de aldea («me temo que el locus amoenus es […] no una visión edulcorada del paraíso sino un infierno de apariencia apacible»[5]), y que, por otro, sabe poner límites al afán insaciable de colonización y de dominio del yo sobre cuanto le rodea. Dejemos que las cosas existan por sí solas, parece decirnos a veces; sólo así, tomándolas por lo que son o lo que valen, podremos avanzar en el arduo proceso de conocernos a nosotros mismos.
Este lugar fundacional, por lo demás, sirve como punto de apoyo o de contraste para mirar el resto del mundo: paisajes o escenarios descubiertos en los viajes (Cadaqués, Roma, Brujas y, al fondo siempre, el mito de Tánger), servidos por la pintura, la fotografía o la arquitectura (Ortega Muñoz, Bernard Plossu, Horacio Coppola, Jørn Utzon, Luis Barragán) o, lo que es más frecuente desde aquella pieza temprana de Territorio titulada «Mr. T. S. Eliot, Russell Square», vislumbrados al hilo de otras vidas, en general de escritores y artistas en los que el yo del poeta descubre afinidades o paralelismos. Surge aquí el recurso del monólogo dramático, empleado con vocación casi siempre autobiográfica (o como espejo donde rastrear huellas de uno mismo), y también el poema de corte narrativo que aísla una etapa o un momento significativo en la existencia de su protagonista. Fueron sin duda estas piezas las que hicieron pensar a Octavio Paz que detrás de Una oculta razón (1991) «se escondía una novela, un argumento novelesco que provenía de alguien que ha vivido mucho»[6].
En los últimos libros el recurso del monólogo dramático, que Valverde aprendió, como casi todos en España, de Cernuda, pero también de Gil de Biedma, de Brines o de algunos novísimos (pienso en un poema como «Giacomo Casanova acepta …» de Antonio Colinas), ha derivado hacia una especie de glosa o comentario de lecturas que han conmovido a su autor. Sucede así en poemas recientes como «Ignatieff sobre Chatwin», «Lectura de Peter Huchel» o «El señor de la guerra», dedicado al mundo de Juan Eduardo Cirlot. En todos los casos la máscara ha sido diseñada para mostrar o perfilar con más fuerza el verdadero rostro de un yo que, sin embargo, por su capacidad para metamorfosearse una y otra vez en otro, evoca la peculiar falta de identidad que Keats asociaba a la figura del poeta, esa capacidad negativa que le permite ser, por un tiempo, aquello mismo de lo que habla. Dos poemas de Mecánica terrestre (2002), «Los lugares del sueño» y «Homenaje a Plossu», son explícitos a este respecto: sostenidos casi únicamente por el esqueleto de la anáfora, dibujan una constelación de tiempos y espacios en la que comparecen tanto escenas prestigiadas por el arte o la literatura (referencias a Ajmátova, Ponge, Brodsky, el mismo Keats) como paisajes y vivencias de la infancia, recuerdos que afloran sin pensar, fantasmagorías, imágenes que cifran algún tipo de ideal… Mirada y memoria, pues. Y, detrás, la fuerza motriz de una imaginación que aspira a instalarnos o radicarnos con más firmeza en la vida.
La poesía de Valverde –ya se ha dicho– se inscribe por voluntad propia en un linaje de poesía meditativa que, entre nosotros, formalizaron Unamuno y Machado, pero que sólo con Cernuda adquirió conciencia plena de su horizonte de expectativas y de los hitos que, dentro de la tradición española (Manrique, cierto Garcilaso, Francisco de Aldana, los ejercicios de visualización o composición de lugar de la escritura devocional ignaciana), permitían incorporar con la rudeza justa los logros del romanticismo anglo-germánico[7]. Después de un breve aprendizaje en el poema escueto, de corte fragmentario y enigmático, Valverde ensayó el poema meditativo en los veinte «cantos» que integran Las aguas detenidas (1989), libro en el que todavía alienta una búsqueda de trascendencia, un deseo de certezas esenciales o no contingentes, que lo distinguen netamente de sus contemporáneos, o al menos de aquellos que, como él, se habían educado leyendo a Cernuda y a los poetas más meditativos de la promoción del cincuenta. Un poema como el III, con su juego de aliteraciones, su dicción clásica y su referencia explícita a un mundo natural que permite vislumbrar (ya en los primeros versos) la enormidad del cosmos, su pálpito amenazante, dejaba entrever un cuadro de presencias (Juan Ramón, María Zambrano, Claudio Rodríguez o el Colinas de Astrolabio y Jardín de Orfeo) cuyo influjo, a largo plazo, explica el lugar aparte de Valverde entre sus coetáneos, la innegable singularidad de este mundo:
Acuden, a la noche, con las sombras
los sones de la sierra susurrando,
mecerse de malezas, girar de las gargantas,
silencio estremecido de la altura,
callado serenar de lo que alienta
y nos sacude con su miedo.
Dulce temor que viene a visitarnos
–más allá de la noche– en la penumbra
abierta al negro vuelo
de las constelaciones […]
Es cierto que estos influjos han menguado con el tiempo y que el afán trascendente ha sido matizado y enriquecido por una sensibilidad de corte elegíaco que se complace en nombrar las huellas del tiempo, la iteración de las estaciones, el eterno retorno que puebla el mundo de espinas y nos condena al fatalismo y la melancolía. Pero no hay en Valverde, como tampoco la hubo en Cernuda, un ápice de la ironía que cultivaron, cada cual a su modo, los dos grandes lectores del autor de La realidad y el deseo dentro de la promoción del cincuenta: ni la ironía urbana y canallesca (de raíz baudeleriana) de Gil de Biedma, ni la ironía trágica, cruzada por extenuantes tensiones ideológicas, de Valente. Todo es más templado y también más amable, dentro de una concepción desolada de la existencia que, sin embargo, como él mismo confiesa, no le lleva a alzar la voz ni a caer en respingos expresivos. El resultado, así, es «una poesía dicha en voz baja, como ‘conversación en la penumbra’, que busca el equilibrio entre el lenguaje escrito y el hablado; sobria de dicción y, por tanto, de contenido […]; de música callada y no estridente […]»[8].
El impulso meditativo, en Valverde, funciona de manera paradójica. En efecto, si este aliento nace una y otra vez de un hic et nunc de pormenores sensoriales, llenos de promesa y sugerencia impresionista, el pensar mismo, en cada caso, parece oponerse a las condiciones que lo respaldan. No son pocos los poemas, ya desde Una oculta razón, en los que la presencia o la imagen del jardín, con su carácter cerrado y casi secreto («esa hermosa alegoría, como [la del viaje], interminable»), invita al vuelo de la imaginación, feliz de fugarse y soslayar las limitaciones del cuerpo. A la inversa, poemas recientes como «Torre Tavira» o «Conversación en Zuheros», que a su condición de cuaderno de viaje suman el observar el mundo desde lo alto, a una distancia que permite el gran angular, terminan con el yo abrazado a sí mismo, sumido en el laberinto de su conciencia («en la cámara oscura ves a otro / repetir tu viaje hacia la nada») o entregado al recuerdo de otros espacios, más abarcables y quizá por ello más comprensibles («Por las callejas de la judería […] estas calles / empinadas y estrechas»); espacios, por lo demás, que hacen sitio al lector, convertido en testigo y cómplice de una forma más modesta de iluminación. Aquí la amplitud de la perspectiva, ese «mar de olivos […] donde es costoso señalar los límites», ya no incluye, como en el pasaje citado de Las aguas detenidas, un indicio (más o menos explícito) de la enormidad de la creación, sino un simple «fulgor de la mirada», un resto de la luz que anima los sentidos y los mantiene alerta. En ese fulgor, por último, se reúne tanto el resplandor del asombro como la certeza de su carácter efímero, la convicción probada de que cuanto ahora es mediodía será muy pronto brasa turbia, ascua humeante: «Tanta es, de hecho, la fugacidad que cuando las cosas se encuentran en su esplendor más alto no son en realidad signos de su escueta existencia, afirmación plena de sí mismas, sino, fatalmente, evidencias del instante siguiente, vísperas de su extinción»[9].
Este movimiento de concentración –de sabio repliegue– no puede sorprender a quien leyera, por ejemplo, la sección V y final de «Composición de lugar», serie central de Ensayando círculos (1995), donde adquiere carácter casi metodológico, como si la cita de Vinyoli fuera la estación término de un viaje que convierte el mirador –la «atalaya» de «Conversación en Zuheros»– en gabinete de estudio, «lugar cóncavo» que contiene, como el Aleph de Borges, la infinita variedad del mundo, real o ficticio. El consabido tópico del Beatus ille recobra su vieja fuerza al convertirse en eje de un proceso de conocimiento que es, también, una búsqueda moral:
Ha sido una costumbre ver la vida
desde este mirador, lejos de todo.
Por toda compañía este paraje
que presta en lo mudable
solaz al pensamiento.
[…]
Para escrutar paciente en la alta noche
el ritmo mesurado de los astros
cediendo recurrentes a un designio
no por sabido cierto.
Es este observatorio un lugar cóncavo:
en él caben los libros y los mares,
las ciudades, las islas y los hombres.
A su modo, contiene el infinito.
He optado por quedarme
del lado de su centro.
Assajant sempre cercles.
Intentando encontrar
el que, dudoso,
pudiera al fin llamar
el convincente.
No deja de ser significativo que el «negro vuelo / de las constelaciones» se haya convertido, en estos versos, en el «ritmo mesurado de los astros». El término «observatorio» hace de bisagra, estableciendo una relación directa entre lo exterior y lo interior: el ojo que se tiende con avidez sobre el mundo y la mirada introspectiva que explora el dédalo de sombras de la conciencia. Pero más importante es la insistencia del yo en quedar «del lado de su centro». Una búsqueda esencialista que es también un deseo de equilibrio, de moderación (campo semántico en el que se incluyen nociones tan queridas por Valverde como «austeridad», «prudencia» y «reserva»), y que el yo relaciona, versos atrás, con ese «dejar de lado aquello / que sólo sirve –estólido– / al dios de lo tangible». El dios de lo tangible es también el de lo contingente, lo accidental. Es el dios que preside sobre la vejez y la decadencia, la ruina y los incontables (incontenibles) estragos del tiempo. Lo señalaba muy oportunamente Víctor García de la Concha en su reseña de Una oculta razón: «El territorio es ruinoso. De ahí que no podamos apenas reconstruir su descripción. Se nos entregan sólo fragmentos y del revés»[10]. El deseo de trascendencia se vuelve en nuestro poeta sueño de permanencia, sondeo de aquello que insiste y perdura por debajo de mudanzas y achaques. Si la vida tiene algún valor, parece afirmar, está en aquello que persevera o vuelve siempre, incluso si es para afligirnos.
Estos últimos años han testimoniado el regreso de Valverde a la práctica del poema breve, de corte impresionista, cercano en ocasiones al espíritu del haiku. Así en «Imaginario», secuencia incluida en Desde fuera que toma como punto de partida el imaginario del pintor extremeño Ortega Muñoz, o en «Más allá, Tánger», serie (inédita en libro) de cincuenta poemas que recrean los tiempos y las atmósferas de la mítica ciudad norteafricana. Este gusto renovado por un decir reticente y elíptico –aunque sin el hermetismo de sus poemas de juventud– se corresponde desde luego con la evolución de su autor hacia una mayor sencillez y claridad expresivas, pero es también síntoma, me parece, de una mayor complicidad con lo real, de una confianza renovada en la dimensión matérica –literalmente superficial– del mundo: colores, tactos, volúmenes, aromas… Lo tangible abandona algunas de sus connotaciones negativas para ser motivo de celebración. Poemas como el 18 o el 23 de «Más allá, Tánger», por ejemplo, demuestran que Valverde ha sabido incorporar a su paleta (siquiera de manera intermitente) la lección de vitalidad de algunos coetáneos hispanoamericanos –Eugenio Montejo, Orlando González Esteva– empeñados en adaptar a su tiempo el encanto sensual y hasta lúdico de sus bisabuelos modernistas:
Las abejas en el vaso de té.
Dentro y fuera del vaso de té.
Quietas o volando
alrededor del vaso de té.
Allí, el dulzor condensado
en el agua humeante
de intenso color ámbar.
El perfume inequívoco
de las gotas de azahar
y yerbabuena […]
La brevedad, pues, se alía con un afán de ingravidez que intenta dejar o abrir espacio para que las cosas respiren, que hasta se complace en sus pátinas y excedentes. A veces basta con nombrarlas o, antes aún, con crear un marco que propicie su emergencia (fresca, fulgurante) en la página:
Sobre el yermo collado
(que observo con asombro
desde esta encrucijada),
un árbol solo.
Desde la publicación de Territorio en 1985, esta poesía se ha esforzado por dar testimonio veraz del paso de un hombre por el mundo. Un pasar en el que la conciencia y los sentidos tratan de aprehender cuanto parece apartarse o escapar de su camino, que es como decir el tiempo mismo con sus limos y sedimentos. «Diré lo que me huye. Nada diré de mí», dice el verso de Ferrater que encabeza Una oculta razón y que podría servir de lema de toda esta obra, signada por el pudor y el silencio entre líneas. Pero sucede que al decir lo que nos huye dibujamos el hueco mismo de nuestra presencia. Así estas páginas, que logran hablar de su autor –y de todos nosotros– al fijar con pocas pero justas pinceladas unos membrillos encima de una mesa, el eco monótono de una cigarra o el transcurrir del agua bajo un puente de piedra. El prodigio de la poesía radica precisamente en esto. Que sólo el poeta dotado de una voz y un mundo personales, distintivos, es capaz de hablar en nuestro nombre, mostrar en qué radica nuestra vida. Pocos entre nosotros han sabido ejercer este magisterio como Álvaro Valverde, y hacerlo con su rigor, su apego a lo real, su hondura expresiva.
Madrid, febrero de 2012
[1] Álvaro Valverde, Poética y poesía, Fundación Juan March, Madrid, 1996, p. 27.
[2] Miguel Ángel Lama, «A debida distancia», en Revista de Estudios Extremeños, tomo L, núm. II (mayo-agosto 1994), p. 466.
[3] Ibíd., p. 20.
[4] Charles Tomlinson, La insistencia de las cosas. Antología, Visor, Madrid, 1994, p. 151.
[5] Ob. cit., p. 26.
[6] Tomado del texto de contraportada de la edición original de Una oculta razón, Madrid, Visor, 1991.
[7] Según Miguel García-Posada, «en la actual poesía española, Álvaro Valverde representa la continuidad de la tradición anglosajona, que tanto ha influido sobre parcelas sustanciales de nuestra lírica –baste pensar en la línea que va de Cernuda a Jaime Gil de Biedma, sin olvidar a Claudio Rodríguez. Pero Valverde pertenece más a la línea eliotiana que a la de Dylan Thomas, esto es, a la poesía de la reflexión, del análisis de la intimidad» (La nueva poesía [1975-1992], Madrid, Crítica, 1996, p. 193). Cabe pensar que García-Posada se refiere aquí al Eliot de Cuatro Cuartetos, pues difícilmente puede aplicarse el membrete de poesía reflexiva o meditativa a su obra anterior.
[8] Ob. cit., p. 24.
[9] Gonzalo Hidalgo Bayal, «La poesía de Álvaro Valverde», Cuadernos Hispanoamericanos, 512 (febrero 1993), p. 147.
[10] Víctor García de la Concha, «Una oculta razón», ABC Literario (2 de noviembre de 1991), p. 56.
Un centro fugitivo. Antología poética (1985-2012). Prólogo y selección de Jordi Doce. La Isla de Siltolá, Sevilla, 2012