LIBROS
- Las murallas del mundo (2000)
- Alguien que no existe (2005)
- El lector invisible (2001)
- Lejos de aquí (2004)
- Porque olvido. Diario 2005-2019 (2019)
Muchos años después de abandonar su ciudad natal -una marcha que a la postre se revelará como una huida-, Ginés Ayala regresa a ella con el encargo de realizar un informe para la Unesco. Resultará así inevitable el encuentro con los lugares y personas que en otra época había frecuentado, y un viaje que en apariencia era estrictamente profesional acabará convirtiéndose en un ajuste de cuentas con el pasado.El premio Nobel Octavio Paz escribió a propósito del libro de poemas de Álvaro Valverde «Una oculta razón»: «Cuando leí el libro pensé enseguida que detrás de esos poemas se escondía una novela, un argumento novelesco que provenía de alguien que había vivido mucho». «Las murallas del mundo» es el resultado de la indagación del autor en esa trama novelesca, un viaje sin retorno a la memoria y la melancolía que resultó finalista del Premio de Novela Café Gijón.
Las murallas del mundo. Algaida, Sevilla, 2000.
Primer capítulo
Para partir de nuevo he regresado. Esta frase, leída en las páginas de un autor que ahora olvido, me obsesiona hace horas. Siento incluso desasosiego al repetirla. El ruido monótono del tren parece propiciar ese inútil pensamiento. En realidad, a medida que me acerco y el paisaje, en lo oscuro, se adivina preciso, me pregunto qué es lo que me ha impulsado a volver. Lo hago, tal vez por eso mismo, de un modo clandestino. A nadie avisé de mi llegada; de nadie me despedí antes de salir. Sé que ni a unos ni a otros causo mayor daño por ello. Tampoco, supongo, ninguna alegría. El medio de transporte elegido se adapta a esa manera de escapar. Claro que a falta de puerto o de aeropuerto y careciendo de carnet de conducir pocas opciones asequibles me quedaban para llegar aquí. El tren se adapta, como digo, a esta subrepticia forma de regreso. Llegar a una estación pequeña de provincia de noche y en verano se me antoja el colmo del secreto. Y así ha sido. Por descontado, con la caprichosa puntualidad que al ferrocarril se presupone. Encontrar a esas horas un taxista ha sido tarea complicada. Taxis, sí, taxis había, pero no conductores. Cerca, en un bar con trazas de cantina, vencido sobre el mostrador, encontré al chófer de uno. Miraba fijamente una copa. Tras los saludos de rigor y las disculpas me acompañó hasta el automóvil y procedió a colocar mi exiguo equipaje en el maletero. Se quejó, de paso, del excesivo peso de una de las maletas. Murmuré, Libros. Apenas salimos del recinto -tan desierto, tan lúgubre- abordamos la inequívoca amplitud de una avenida. La luz intermitente del semáforo, el brillo acharolado del asfalto, las farolas, los anuncios y los indicadores, me trajeron de golpe la falsa ilusión de estar en cualquier parte. Quiero decir en otra, por ejemplo (y eso me asustaba sin saber bien el porqué), en la misma ciudad de la que apenas hacía unas horas tomé la inesperada decisión de partir. Fue sólo un momento. El conductor me hablaba y, sin saber a qué, yo respondía. Más allá, a escasa distancia, un puente. Negras, debajo, las aguas de un río, el mío (y digo «mío» porque todos los ríos que he visto en mi vida remiten, sin quererlo, a éste). Más allá, las sombras sigilosas de un humedal y una alameda. Delante, el perfil en pendiente de la muralla, la fábrica blanca del palacio episcopal. Estas imágenes, apenas entrevistas, me devuelven de súbito las de una ciudad reconocible. Más arriba, sin perder de vista la muralla, está el hotel. Tras mencionar mi nombre, Ginés Ayala, y recordar en recepción que hice una reserva por teléfono, el encargado me comenta que estaban esperándome. Mientras rellena los datos de mi ficha, me pregunta con una amabilidad no carente de retórica acerca del viaje.
Al abrir la ventana, penetra en el cuarto la flama de la noche. Del asfalto sube un vapor denso e irrespirable. Los olores traen sensaciones antiguas, casi remotas; en todo caso, tan antiguas o remotas como nos parecen las vivencias de infancia que indefectiblemente esos aromas, más o menos precisos, traen consigo. Tanto da que éstas tengan cinco o cincuenta años. No esperaba encontrar tras las hojas abiertas de una ventana esos extraños vínculos del tiempo. Una luz desvaída y anaranjada sube, con ellos, desde el suelo. Es un cruce de caminos, una encrucijada que en fotos de hace un siglo ya delataba un trasiego inusual de mercancías y personas. Lugar de merodeo de hombres ociosos, transportistas sedentes, mozos sin carga, taxistas de a pie y todo ese tipo de gente que muestra en sus modos y en sus gestos, de una vagancia sugerida, la aproximada posesión de una incierta sabiduría, no sabría precisar cuál. Podría decirse que yo también me encuentro en una encrucijada. La vida es una suma de sucesivos cruces de caminos. Soy ese hombre que aparece inmóvil y de espaldas ante una de esas señales de carretera donde se indican, mediante tableros cruzados que terminan en punta, diversas direcciones de lugares distintos separados entre sí por diferentes distancias. Próximas o lejanas, poco importa. Tan sólo se espera del viajero la elección acertada, ésa que no le impida llegar hasta la nueva encrucijada.
Miro a la luna y cierro la ventana. Quiero darme un baño que mitigue el cansancio del viaje, agudizado a causa del agobiante bochorno. No soporto, y bien que lo siento, el frío artificial que proporcionan los aparatos de aire acondicionado. Más por una cuestión de principios (o de carácter) que de salud (aunque también): me incomoda tener que depender de cosas que antes no he necesitado y que en un dudoso futuro acabaré exigiendo. Es curioso: ahora me pesa este calor, pero cuando era niño o joven y vivía aquí, o venía a pasar las vacaciones, incluso lo agradecía, y hasta buscaba los rigores del clima. Mi adaptación a él era perfecta y durante los meses no menos rigurosos del invierno y los tibios y cambiantes de la primavera y el otoño, esperaba deseoso que llegaran por fin los días de sol y de calima, las noches de estrellas y azotea. Bien es verdad que los baños en el río, las dilatadas siestas en penumbra y las veladas de cine, paseo y pista de verano, que acababan a veces con el alba, emboscaban esos inconvenientes que ahora vuelven mostrando su peor faz. Me doy una ducha (que es lo que al final hago siempre) y salgo de ella más sofocado que cuando entré y, al vestirme, el sudor me empapa de nuevo la camisa. Aprovecho para deshacer la maleta y colocar la ropa en perchas y cajones. Si costosa y desagradable es la tarea de hacerla, no lo es menos la de distribuir su contenido, por escaso que éste sea, en esos espacios transitorios que habrán de ocupar apenas días u horas. Cada cajón de una mesilla o mueble de hotel guarda la ausencia, la vaga pero perceptible tristeza de los íntimos objetos que otros viajeros, tan de paso como nosotros, guardaron antes allí: la ropa interior, los calcetines, la cartera, el reloj, los documentos. El tiempo ha quedado detenido en el vacío perfecto e insondable de ese escueto espacio. Al abrirlos, nos lo enseñan con toda su crudeza. Por eso los temo.
Es tarde; no obstante, me echo a la calle. Piso las mullidas escaleras alfombradas y compruebo que todo está en silencio, un extraño y desusado silencio. No hay nadie en el bar y el comedor, al fondo, está casi a oscuras. Me detengo un momento en el umbral y decido tomar la primera calle que sube a la plaza. Cuando digo «la plaza» quiero decir la mayor, la única importante, la que, en rigor, merece dicho nombre, la que señala, en fin, el centro geográfico y civil de esta ciudad. Llegar a ella supone hacer frente a dos peligros: el que deriva de la fatiga de ir asimilando una avalancha inconsecuente de recuerdos y el de hacer pública mi presencia aquí. Es probable que me tope con alguien conocido que, a su vez, por difícil que eso sea, me reconozca. La razón es sencilla: a diferencia de la mayoría de ciudades, por lo que sé, el centro de ésta sigue siendo el mismo: esta concreta, inclinada plaza rectangular. Lo normal es que el desmesurado crecimiento, los nuevos planes de ordenación urbana, la creación de nuevos barrios, el interés de algunos especuladores o la mera casualidad hayan modificado esa circunstancia. En ese caso, el centro queda desplazado, cuando no diversificado. Aquí, no. Lo que en otros lugares se convirtió en sitio de tránsito o de visita turística, en éste es núcleo vital de cuanto, alrededor, sucede y pasa. En cierto modo asusta darse cuenta de ello, constatar la evidencia. Sufrí esa condición como condena. La vida era la plaza, donde todo pasaba, igual y siempre, de forma lenta y triste. La primera impresión es hoy la misma. Con todo, es otra la que cuenta. Cuando subía, de nuevo los olores. Comprendo ahora su origen. Mañana es martes y en la ciudad, y desde antiguo, es día de mercado. Mercado de frutas y verduras, sobre todo. También de diversos utensilios relacionados con el campo y sus labores. Y de quesos y embutidos (que se metieron en tripas malolientes que aquí mismo se venden), y de ropas y telas y calzado y juguetes. De las mercancías se desprende una suma de múltiples aromas: sutiles o intensos, agradables o nauseabundos. Quien ha olido este zoco alguna vez, ya no lo olvida. En verano, el calor concentrado en el aire y en las losas del suelo intensifica ese olor que es, a la vez, una mezcla de olores.
El día que Beltrán Aceña descubre unas memorias guardadas en su mesa de trabajo pone en marcha una apasionante investigación en busca de un enigmático personaje. Su objetivo, Mauricio Acebo, es un funcionario municipal de una vieja ciudad de provincias que tiempo atrás transcribió un diario secreto en el que acontecimientos, personajes y reflexiones acotan una vida oscura, irreal, acaso apócrifa. La antigua casona familiar sembrada de libros, papeles y recuerdos ha servido hasta ahora de refugio para Mauricio. La ciudad ruinosa y laberíntica, monumental y amurallada, suspendida en el tiempo y sumergida en la fría blancura de una abundante e inusual nevada es el escenario de las pesquisas de Beltrán. Alguien que no existe es una novela de estirpe cervantina que emprende un recorrido circular por la memoria. Los paseos del protagonista, sus secretas investigaciones literarias, sus manías de solitario o sus fatales costumbres son el trasunto del relato de otras vidas singulares. Reconocido poeta, Álvaro Valverde consolida con esta novela su trayectoria como novelista dueño de una prosa perfectamente calibrada y muy exigente.
Alguien que no existe. Seix-Barral. Barcelona, 2005.
Primer capítulo
«Si he de recordar alguna imagen nítida de entonces, elegiré la estampa recobrada de la plaza vacía. Era en invierno. Había nevado durante toda la noche y la ciudad amanecía blanca, fría, desierta. En aquel tiempo, la escena, con ser rara, era más frecuente que ahora. La nieve cubría los adoquines y las losas y se posaba levísima encima de azoteas y tejados. De los miradores, las cúpulas, los balcones y los alféizares de las ventanas, así como de los arcos de los soportales y del techo del templete de la música, colgaban, rígidas, frágiles, transparentes, las primeras estalactitas de hielo y el agua de la fuente permanecía hecha carámbano. La temperatura que marcaba el termómetro de la farmacia de la esquina corroboraba una impresión general, esto es, que estábamos a unos cuantos grados bajo cero. Lo normal a esa hora era ver pululando por el lugar a funcionarios, empleados, policías o barrenderos; gente que mata el rato a la espera de que se abran las tiendas, las oficinas, los bancos o que, simplemente, barre. Huelga decir que aquel día no había nadie; si acaso, se veía cruzar, muy veloz, a algún hombre embozado y con sombrero. Su abrigo era una mancha, apenas una sombra, que aparecía y desaparecía de forma instantánea, sin ser vista. Algunos propietarios ni siquiera habían abierto sus negocios. Los niños que, camino del colegio, la atraviesan tampoco formaban hoy parte del inestable decorado. Desde mi despacho del ayuntamiento, miraba sin cansarme la desusada imagen inverniza. Entonces era joven. Muchos años después, la visión sigue siendo la misma. La nieve, como la lluvia, es algo que siempre sucede en el pasado, pero la plaza sigue ahí y en la ciudad levítica los hijos de quienes paseaban por ella en otro tiempo siguen ocupando ese círculo fatal como si nada. Mientras contemplo sus idas y venidas, me repito la cantinela habitual, la misma que con obstinación me he ido repitiendo todos los días de mi vida: una vez más, otra mañana destinada a perderse entre legajos polvorientos y archivos de variopinta procedencia; dedicada a rellenar reclamaciones, impresos y solicitudes; entregada a la elaboración de expedientes o a la redacción de inútiles informes urgentes que habrán de extraviarse más tarde, siempre antes de llegar a su destino, en la mesa del oficial mayor, del secretario, del concejal de obras o del mismísimo alcalde. Bueno, quizá exagere: al escritorio de este último es mucho suponer que haya llegado alguna vez un documento mío. Ése es un camino demasiado largo y no exento de laberínticos peligros como para presuponerme capaz de recorrerlo. En realidad, nunca he aspirado a tanto. Soy un probo funcionario municipal que, tras muchos trienios de faena, se conforma con poco. Estoy cansado. Cuento las horas que me quedan para decir adiós a estas paredes; a esta mesa cuya oscura superficie está lisa y brillante, gastada por el uso, por el lento y sucesivo rozar del antebrazo; a estas estanterías atestadas de inservibles papeles condenados a la prescripción legal y al abandono. Más que por otra cosa, me tengo por un hombre jubilado, por una especie de funcionario póstumo. Bah, me digo, un extraño; alguien parecido a un oscuro personaje de novela. Mi nombre, la turbia identidad que se repite cuando digo en voz alta esa palabra, es Mauricio y mi primer apellido Acebo. El segundo -sonoro, casi impronunciable-, el que heredara de mi madre, jamás lo uso. A decir verdad, no lo he empleado nunca. Tampoco los demás -familiares, amigos, jefes, compañeros de escuela o de trabajo- lo han utilizado nunca para mí. Curiosamente, es ése el que mejor define mi carácter. Quiero decir que, caso de aplicar las convenciones al respecto, uno sería como suelen ser los familiares de mi madre y a duras penas me reconocería en los atributos que vienen definiendo a los de mi padre. Con todo, ya digo, pongo en duda que lo dispuesto por la costumbre sea siquiera verosímil. ¿Cómo agrupar bajo unas mismas cualidades a gente, en rigor, tan distinta? Me admiran las personas que, más allá de la semejanza –rasgos, gestos-, son capaces de sacar conclusiones generales, aplicables, por igual, a padres, hijos, nietos, tíos y sobrinos. Ni siquiera hoy, en pleno furor de la genética, podría darse por válido el exceso. Soy una persona solitaria, huraña, distante. Más melancólica que alegre; más depresiva que jovial; vamos, siendo esto y muchas cosas más, soy lo que nunca ha sido, es o será un Acebo. Mi padre y el padre de mi padre y algunos de mis tíos y mis primos han sido o son funcionarios municipales, como yo. Me recuerdo entre los muros de este húmedo caserón desde que tengo memoria. Primero como mero visitante (para hacer algún recado, para preguntar algo a mi padre), luego como operario estable de la casa. Mi abuelo, el primero de la saga funcionarial, dejó la honesta pero hambrienta profesión de maestro de escuela para ocupar durante buena parte de su vida diversas oficinas del edificio, tantas cuantos ascensos fue alcanzando en su brillante carrera profesional. Vio pasar desde ellas lo que a cualquier individuo se le permite, que es poco y, para mayor abundamiento, malo. De esa mirada, la que se dispensa desde una ventanilla o desde el mostrador o, en fin, desde detrás de alguna mesa, puedo dar buena cuenta: es mi mirada. Detrás de ella anida, en unas ocasiones, la prepotencia y la arrogancia, en otros, la más vulgar desidia, en los más, simple y sencillamente la conmiseración, la lástima. Los de la cola creen posible una atención eficaz a sus demandas y piensan con ingenuidad manifiesta que una vez expuestas, de forma verbal o por escrito, éstas, gracias a nosotros, habrán de seguir los canales habituales dispuestos para el caso y que, al cabo de unos cuantos días o de unos pocos meses, obtendrán, cómo es normal, una respuesta. No, nadie aprende. Después vienen las cajas destempladas, las explicaciones en vano, los insultos. Uno, al que le gusta leer, a veces se toma el inocente atrevimiento de creerse un redivivo personaje de Larra, aunque lo que teme es ser una de esas espeluznantes sombras creadas por Kafka. Si dijera estas cosas en voz alta, don Celedonio me encerraría en su manicomio para siempre. Por lo demás, soy todo un modelo, el funcionario tipo, el ejemplo sobre el que se podrían asentar todas las convenciones y todos los supuestos que conforman el molde de ese inaudito personaje que con nombres distintos y ocupaciones diversas atraviesa la historia desde que el mundo es un burocrático lugar inmundo. No, nunca he faltado a mi trabajo; ni he dejado de asistir a él con una puntualidad más propia de otras latitudes; ni he acudido sin mi preceptivo terno negro y la corbata oscura y discreta, si era invierno, o con el traje de lino blanco y la corbata coloreada pero discreta también, si verano; ni he alzado la voz a persona, jefe o edil; ni me he negado a permanecer en la oficina cuantas veces ha sido preciso aunque fuera a costa de alargar mi horario; ni he sido sometido a expediente disciplinario alguno, ni se me ha llamado la atención en público o en privado, ni siquiera se ha descubierto nunca ninguna acción inapropiada que indujese a pensar no ya en una grave prevaricación sino en el más leve favoritismo. Pero nada de esto hubiera sido posible, lo confieso, si no hubiese estado capacitado para la imaginación; si no hubiera sido capaz de elevarme por encima de las rastreras circunstancias que condicionan y asfixian un trabajo como el mío; por haber sido capaz de inventarme otra realidad paralela, en apariencia cercana pero infinitamente distante, en la que poder vivir y pensar de otra manera, si no más cómoda sí, al menos, más digna. Quiero decir que para mí la vida, dondequiera que esté, siempre estuvo y está en otra parte, lejos, muy lejos de aquí.
El lector invisible es una suerte de poética «en capítulos», poética en la que se entremezclan vida y literatura: los días y los trabajos; el paso del tiempo, lo que ocasiona ese transcurrir, y las lecturas de los autores queridos; la actualidad más inmediata, valga la redundancia, y lo que permanecerá… El lector invisible no es pues sólo la cara B, como muchos libros de artículos inanes, de un «work in progress», sino una pieza fundamental para comprender tal trabajo, que abre con este título una nueva vía en la carrera de Álvaro Valverde, vía transitada ya, sobre todo, aunque con otros medios, en su obra poética: la del pensamiento.
El lector invisible. Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2001.
Capítulos
UN RELOJ PARADO
En La casa della vita, ese libro singular y magnífico del erudito italiano Mario Praz, donde éste relata de forma no menos insólita su autobiografía, nos encontramos la cita que sigue: “Yo no tolero los relojes parados, al igual que no tolero las flores mustias (…). Conozco familias que mantienen viejos relojes de péndulo parados desde hace años, sin sentirse mínimamente incómodos, igual que otros conservan el muérdago amarillento y archidifunto de una Navidad pasada. A mí estas pequeñas cosas pueden quitarme la tranquilidad, y por un reloj que no funciona me agito, como si fuera a hundirse el mundo”. Siento estar en desacuerdo con el habitante sibarita del Palazzo Ricci, sito en la romanísima Vía Giulia. Me explico. En nuestra modesta casa cuelga un reloj de péndulo parado. Desde que tengo uso de razón, una edad ya lejana, recuerdo la imagen de ese reloj. Perteneció a mis abuelos paternos y en mi memoria permanece colgado de distintas paredes, las que fueron ocupando los muebles, los cuadros y los enseres de sus sucesivas casas. Nunca he olvidado, por ejemplo, las doce menos cuarto del mediodía que marcaron sus agujas doradas el día dos de enero de 1966: en ese preciso momento nos comunicaba mi padre el nacimiento de Jesús, mi hermano pequeño. En aquel entonces, su péndulo todavía se mecía elegante y daba, con puntualidad, las campanadas de las medias y las horas. Yo era un niño, el mundo me parecía perfecto y creo recordar que aún se mantenía a flote.
Su valor es, además de estético, sentimental. En este sentido, y sólo en éste, incalculable. Su caja de endeble madera es pequeña y está pintada a mano. En la parte superior, por cima del círculo central, se ve a un grupo de niños que rodean una perrera y juegan con su inquilino. Alrededor del mencionado círculo, rayado concéntricamente en azul y amarillo, cuatro escenas más. Las dos superiores, muestran a parejas de niños que portan guirnaldas y visten trajes marineros en ambientes bucólicos y amenos. En la inferior izquierda, una pareja adulta habla de amores sobre un fondo de ruinas. En la inferior derecha, una campesina ve como una niña (que bien puede ser su hija) recibe algo (tal vez una moneda) de un viajero. El péndulo que cuelga tiene forma de estrella y a ambos lados soporta dos pesas de hierro o de bronce, no sé.
Más de un relojero ha intentado poner su maquinaria a punto. Ha sido imposible. Y ello a pesar de presuponer que esconde un mecanismo simple hasta el extremo. Desde que está con nosotros, hace un largo par de años, no hemos intentado que funcione. Lejos de resultarnos una incomodidad (la que habría sacado de sus eruditas casillas al sabio Praz), nos tranquiliza. Estamos ante un espejismo: el tiempo, por fin, se ha detenido. Paradójicamente, avanza irremediable hacia el pasado. Cada vez que lo miro, revivo alguna escena del recuerdo: un cumpleaños, una conversación. Observo de reojo, a cierta distancia, situaciones que parecían olvidadas; reproduzco discusiones y risas, buenos y malos momentos. Se puede deducir de todo esto que un reloj parado puede seguir midiendo el tiempo. Acaso de otra manera. Ignoro si incluso más verdadera. Quiero imaginar que las seis permanentes que señala es la hora exacta en la que mi abuela dejó de vivir en este mundo y así quedarse con nosotros para siempre.
EL LECTOR INVISIBLE
Ya he contado alguna vez que uno es visitante asiduo de la biblioteca pública. En pocos sitios me siento tan a gusto, tan en casa. Hablamos de un lugar para todos, lleno de civismo, de silencio y de libros. ¿Qué más se puede pedir? Como quiera que el número de revistas que llegan es cada vez menor y las mesas están repletas de estudiantes con cara ángel y convocatoria de septiembre, me decido por el “servicio de préstamos” y me voy con mi ejemplar puesto. Rara vez hago esto. Me cuesta mucho trabajo leer un libro que no es mío, sobre todo porque siempre leo con un lápiz en la mano (reminiscencia judía, según Steiner) y los subrayados y las anotaciones me están vedados en el volumen ajeno. Si no tengo más remedio, recurro a algún amigo de confianza o, claro está, a la biblioteca. No siempre está uno en disposición de comprar todos los libros que quisiera y a cierta edad y unas cuantas mudanzas a la espalda, ya se conoce, por una parte, el peligro que corre quien almacena libros, y, por otra, que la mejor biblioteca privada no es la que tiene más ejemplares. De un tiempo a esta parte, vengo notando una curiosa coincidencia. La primera vez fue el verano pasado. Me llevé a casa la biografía de Camus, recién editada por Tusquets. El libro estaba lleno de subrayados y el número de las páginas correspondientes debidamente señaladas en la primera del libro. No me pareció un método corriente y, en cierto modo, me molestó que predispusieran mi lectura. Debo confesar, no obstante, que la mayor parte de esos subrayados me parecieron sagaces y pertinentes. Ha ocurrido otras veces. Por la cantidad de trazos a lápiz, se ve que no siempre es capaz el autor de interesar lo debido a nuestro lector invisible. No sé si su voracidad lectora es insaciable o que, ah casualidad, escogemos siempre los mismos libros. El caso es que, un año después y varios libros mediante, ha vuelto a pasarme. En cuanto lo abrí me di cuenta. Sólo dos páginas anotadas: 48 y 70. Ya en ellas, la llave con lacito que coloca en el margen y los correspondientes trazos. A juzgar por el pulso, ha de ser una persona mayor. ¿Hombre, mujer? Me inclino a pensar que es un varón. De no ser así, sería demasiado fácil dejarse llevar por un asunto novelesco. En mi afán de dar caza al letraherido, quise, por momentos, darle nombre. Puede que sea, me digo, uno de los pocos escritores locales y a todos los conoces (menos al fantasmal Paniagua, incluido por Villena en su penúltima antología, alguien, por cierto y caso de existir, no vive aquí). O alguien del cuerpo de bibliotecarias. O una de esas señoras que, como tu misma madre, leen con fruición novelas de Soledad Puértolas o de Josefina Aldecoa. Me rindo, por fin, a una certeza: ese lector o lectora invisible ejerce sobre mí una función de sombra o de conciencia. Libros idénticos, señales de humo parecidas. He llegado a pensarlo: ¿seré yo el lector de esos libros y habré olvidado que los he leído? Que el señor Alzheimer me coja confesado.
EL ORO DE LOS TIGRES
A nadie se le oculta que elegir un sólo libro, y por tanto a un único autor, entre todos los que conforman la incesante biblioteca del mundo es tarea que compete más al capricho o a la ocurrencia que, en sentido estricto, a la razón. Más aún para quien hace suyo el motivo borgeano e imagina el paraíso bajo la forma de esa inmensa biblioteca: lo perfecto en su infinito. Al azar, pues, le cedo la responsabilidad de mi elección, y, junto a él, a la memoria que se ha fijado precisamente en el libro que ahora recuerdo.
Como en toda familia extremeña que se precie, también en la mía ha habido emigrantes. Tres hermanos de mi abuela trujillana partieron, en los felices veinte, en busca de su retrasada, particular aventura americana; dos se embarcaron a Argentina y el tercero, a Cuba. De este último apenas he oído hablar; se le perdió hace mucho tiempo la pista y, en honor a la verdad, nadie ha informado del hecho a Lobatón. Los otros dos mantuvieron durante toda su vida contactos con los suyos, es decir, con nosotros. Mariano (que vivió en Mendoza y se casó con una bruja) vino varias veces y le conocí de niño. De él he retenido, sobre todo, un olor: un penetrante perfume ultramarino, hecho a medias de especias y cariño. Paco, el otro, sólo volvió una vez, ya muy mayor, acompañado de Matilde, su triste y afable mujer argentina. Fue en el 74. A principios de ese verano yo no tenía todavía quince años. Junto a los típicos bolsos de cuero de olor indeleble y los pañuelos y los ponchos, salieron de sus maletas, en la emocionante entrega de regalos, dos libros de un tal Jorge Luis Borges, uno para mis padres y otro para una de mis tías. No siendo la mía una familia de intelectuales, ni de grandes lectores, el presente no podía por menos que sorprender a todos. En especial, a mí. Puede que en aquel entonces Borges ya fuera un producto tan made in Argentina como el resto de los obsequios. Según la cronología elaborada por Marcos-Ricardo Barnatán, por esa época se cumple el cincuentenario de la primera edición de Fervor de Buenos Aires, el poeta se halla en plena militancia antiperonista (en 1974 muere Perón y asume la presidencia su viuda), Pinochet da en Chile su golpe de Estado y asesinan a Allende, se publican en un solo volumen sus Obras Completas, Nixon abandona la Casa Blanca y la guerra del Vietnam termina. No voy a negar que a esa temprana edad uno ya había descartado ser bombero, médico o futbolista, pero no desdeñaba el vago sueño de ser poeta. Por eso no tardé en apoderarme del ejemplar que nos correspondía: El oro de los tigres. La edición de Emecé (adquirida en la librería La ciudad” sita en la emblemática calle Maipú) es llamativa. El tamaño, mayor de lo que suele ser habitual en los libros de poesía. Las cubiertas, negras, ralladas de sucesivas líneas amarillas. El nombre del autor va en azul y el título en un elegante color dorado. La ilustración de las guardas y la lámina frente a la portada pertenecen a Raúl Russo. Pero con ser destacables, ninguno de estos detalles valen nada al lado de ese signo que aparece inscrito a bolígrafo en la primera de sus páginas. Porque Paco y Matilde (o alguno de sus hijos, por encargo) tuvieron la deferencia de traernos un libro de Borges, sí, pero dedicado además por él. Como en el conocido poema de Juan Luis Panero, también poseo “el arañado signo, simbólico ilegible” (no se olvide que quien escribe es ciego), porque, como el suyo, “este libro lo firmó Borges”. No se trata tanto de calibrar la sorpresa cuanto de suponer el tesoro que pudo significar para aquel lejano proyecto de poeta (que sólo había bregado con Gabriel y Galán y García Lorca en las recitaciones escolares) ese inclinado garabato, pero no exagero si afirmo que mucho más que cualquiera de los poemas que guardaba en su interior, demasiado preciosos para un incipiente lector de provincias sin atisbos de genio. Con todo, y a favor de la singularidad del regalo, confieso que aquel muchacho abrió y cerró no poco aquel libro y de sus obstinados asedios fueron dando cuenta algunas titubeantes composiciones que, poco a poco, fue pergeñando.
A pesar de las recién aludidas dificultades, no he sido capaz de olvidar algún poema de El oro de los tigres. Así, Milonga de Manuel Flores. No es extraño, o puede que sí. Me explico. Como en cualquier poema de Borges se da en éste una fácil dificultad o una difícil facilidad que confunde. Es verdad que la rima (impuesta por su condición de canción popular), el vocabulario (palabras gastadas que cualquiera emplearía), su narratividad (se nos cuenta una pequeña historia), favorecen la comprensión cabal del artefacto. Ahora bien, tras la puesta en escena, Georgie deja colar de rondón verdades esenciales que al melancólico adolescente que yo era (y que tal vez siga siendo) no habrían de pasarle desapercibidas: “Manuel Flores va a morir. / Eso es moneda corriente; / Morir es una costumbre/Que sabe tener la gente. / Y sin embargo me duele / Decirle adiós a la vida, / Esa cosa tan de siempre, / tan dulce y tan conocida. / Miro en el alba mis manos, / Miro en las manos las venas; / Con extrañeza las miro / Como si fueran ajenas. / Vendrán los cuatro balazos / Y con los cuatro el olvido; / Lo dijo el sabio Merlín: / Morir es haber nacido. /) Cuánta cosa en su camino / Estos ojos habrán visto! / Quién sabe lo que verán / Después que me juzgue Cristo. / Manuel Flores va a morir. / Eso es moneda corriente; / Morir es una costumbre / Que sabe tener la gente”.
La milonga desaparecería del libro en la primera edición (ampliada) de la Obra poética, coeditada por Alianza Tres y Emecé en 1979, para ubicarse en el titulado Para las seis cuerdas (1965). No fue el único cambio. Uno de los poemas de aquella edición dejó de titularse H.O. y pasó a ser J.M. Cinco más (La promesa, El estupor, Los cuatro cielos, El sueño de Pedro Henríquez Ureña y El palacio) desaparecieron definitivamente de la mencionada, nueva edición, tal vez porque se trataba de textos dispuestos en prosa.
El universo borgeano, su particular mundo creado, se me abrieron entonces y fue, me temo, para siempre. Comprendí el inmenso valor de sus prólogos (reuniría con gusto en un pequeño volumen los prólogos que abren cada uno de sus libros de poesía tal como se ha hecho con los que dedicara a los libros de otros); hice mías sus reiteradas metáforas; leí tankas que podría haber escrito cualquier maestro japonés; y a Keats, a Blake, a Whitman o a Virgilio; viajé a Persépolis, a Islandia y a Bengala; conocí lo perdido y el pasado, la cantidad, el mar y a los coyotes. Por encima de todo, atisbé, más que a un autor, a toda una literatura. Al cabo de los años ha descubierto que, para nuestra felicidad, es inabarcable; capaz de llenar, sin agotarla, la vida del más longevo de los hombres.
De viajes se viene a hablar aquí. De algunos viajes que, desoyendo a Pascal, se atrevió el autor a emprender más allá de las cuatro paredes de su cuarto.
Que nadie espere, eso sí, ni grandes aventuras ni rutas exóticas. Se trata de desplazamientos cortos y circunstanciales a lugares cercanos. Pocos viajes al extranjero (Flandes, Suiza) y, la mayor parte, itinerarios por España y, más en concreto por nuestra tierra extremeña. Poco importan en esto las distancias. Acaso el viaje más largo y difícil de los aquí relatados fue el que hizo por su ciudad natal, Plasencia.
Lejos de aquí. De la luna libros. Mérida, 2004.
Capítulos
EL GENIO DEL LUGAR
Más que de una ciudad, de una región o de una patria, uno se ha sentido siempre de un lugar. Un lugar, me apresuro a decir, que es en realidad una suma de lugares y, por eso mismo, un sitio abstracto. Un sitio, añado, que desde el principio quise que se convirtiera en un lugar habitable, esto es, en un territorio. Territorio que ha acabado dibujando su propio mapa. Mapa, en fin, que ha terminado por conformarse a imagen y semejanza de mi rostro, por utilizar la famosa metáfora de Borges. Ese lugar o, por decirlo de otra manera, ese mundo, adopta una forma física concreta que es, al final, fruto de mi mirada y de mi memoria. Porque una y otra se nutren, sobre todo, de lo que uno ha visto y recuerda, ese reino es, antes que nada, extremeño. Quiero decir que ese lugar sobre el que se sustenta casi todo lo que uno ha escrito e imaginado adopta las formas de otros tantos enclaves de mi tierra de origen. Así, por citar sólo unos cuantos, la judería de Hervás, esa intrincada porción de laberinto que parece esconder un secreto, el de la lectura, tal vez, o el de las letras; un dédalo situado en medio de un paraje abierto a las montañas, los bosques de castaños y la nieve. Así, el jardín de Abadía, el primer jardín renacentista de España, donde los estragos del tiempo no han podido vencer la memoria perdida de estatuas de mármol y arrayanes, de ingenios hidráulicos y versos de Lope (“Cantaré del jardín del Abadía…”). Así, el monasterio de Yuste, donde vino a morir nuestro rey Carlos V, un espacio emboscado donde incluso la vida se adivina distante. O el japonés Valle del Jerte, el valle del millón de cerezos, una angostura que, siguiendo los ciclos del árbol y de las estaciones, se viste del blanco de sus flores, del rojo intenso de sus frutos o de los tonos ocres de sus hojas mediado ya el otoño. Así, Plasencia, ciudad amurallada, que refleja en las aguas de su río gozoso la fábrica solemne de sus dos catedrales. Una ciudad, por cierto, erigida para placer de Dios y de los hombres. Así, Trujillo y su plaza dormida al sol intempestivo de los héroes. O la de Garrovillas, esa alargada extensión del paraíso que sobrevuelan las cigüeñas. O la majestuosa de Llerena, cegante por la cal y la belleza. Imposible olvidar El Palancar, el ínfimo convento fundado por el más grande de los santos, Pedro de Alcántara. Porque es signo de austeridad, emblema ascético, cifra de soledad, de pobreza y silencio, representa a la perfección lo que los extremeños quizá somos, o lo que, en esencia, hemos venido siendo. Y si de conventos hablamos, cómo no nombrar el desierto de Las Batuecas, otro sitio apartado que evoca aquella senda tomada por los sabios que contemplan la vida desde fuera del mundo. Y Guadalupe, siquiera sea por la luz que destella desde el faro mudéjar de su centro secreto. Así, la parte antigua de Cáceres, calles donde la historia -detenida en los muros, desgastada en las losas- se entretiene a jugar con aquellos que pasan. Y Badajoz, su perfil prolongado, esa línea del cielo que, por cima del río, trazan casas, terrazas y la vieja Alcazaba. Y también Mérida. Mérida o Roma, que es la viva memoria, más que ruina o museo, del pasado brillante que vivió nuestra historia. Y Las Hurdes, esa oculta comarca de cantos ancestrales ligados por los tópicos a un falso malditismo, ya a la fuerza agotados. La voz que suena hueca por lajas de pizarra y huertos diminutos y barrancos. Y allí, al lado, la Sierra de Gata, donde una mezcla abrupta de paisajes y una amalgama de pequeños pueblos sustancian en árboles y piedras su dura vocación de pervivencia. O el Parque de Monfragüe que es tanto como decir naturaleza en su estado más puro: encina, quejigo, madroño, acebuche, lince ibérico, águila imperial, buitre negro…
Los lugares que evoco y cuantos callo, porque los desconozco o los olvido, confluyen, ya decía, en ese territorio fronterizo que se ha dado en llamar Extremadura. Su mera mención en voz alta es capaz de traer a mi memoria, y quiero creer que a la de muchos, una dulce avalancha de recuerdos asociados a cada uno de esos paraje; recuerdos que se tiñen de tesoros que vuelven desde todos los sentidos; recuerdos que se huelen, se ven, se tocan, se saborean o se oyen; recuerdos, en fin, que, ligados a cada esquina de esta tierra, vienen del pimentón y del aceite, de la miel y del vino, de la chacina y de los higos, de la cereza y del tabaco, del jamón y del queso. Visiones de lo que ocurre al tórrido sol de los veranos, bajo las lluvias de la primavera y del otoño o entre la niebla y el humo del invierno.
Todo cuanto vengo nombrando constituye a la postre un vago imaginario que coincide aproximadamente con el referente real de este prodigioso país de contrastes. Un imaginario que dota de sentido cualquier intento de reducir a palabras nuestra compleja, rica y huidiza identidad.
RECINTO MURADO
Cómo mirar con otros ojos lo que uno ha visto tantas veces; sin embargo, él intenta hacerlo cada poco. ¿Qué pensaría si fuera un forastero que llegara de pronto a esta ciudad?, se ha preguntado a menudo; al volver, por ejemplo, de un viaje. Nunca la dejó mucho tiempo, es cierto. Por eso, esas breves estancias fuera de ella no le han impedido seguir sentiéndola cercana, demasiado próxima a veces. Cree que algo de ese agobiante entorno amurallado que la define ha contagiado su manera de ser, convencido, como está, de que una ciudad es, antes que nada, un estado de ánimo; algo que se contradice, en este caso, con la voluntad del rey que la fundó en el siglo XII bajo el lema “Ut placeat Deo et hominibus” (para que agrade a Dios y a los hombres). Uno no elige el lugar donde nace pero casi siempre escoge el sitio en el que vive; con todo, a veces le sobreviene un imperioso deseo de huir o un sentimiento de pesar por no haberlo abandonado a tiempo, por incumplir la sentencia del poeta Eugenio Montejo: “no proyectes quedarte entre sus muros,/ hasta fundirte en el paisaje”. Así, siente por él una mezcla de amor y de odio. Contento de permanecer en un entorno habitual y conocido donde se siente seguro y confiado, triste por reconocerse en cada rincón como un habitante fantasmal que estuviera condenado a vagar eternamente por el mismo, invulnerable laberinto. Sí, algo de enmarañado itinerario circular tiene esta plaza, trazado medieval de calles y callejas oscuras y sinuosas, con frecuencia en cuesta, con algo de zoco y algo de judería, que se ve forzado a recorrer el paseante, tanto el eventual como el estable. Edificada junto a un río, el muy modesto Jerte (del árabe xerete, río de gozo), que forma en su transcurso un gran meandro que al cabo la rodea como si de una ajada dama se tratase, Plasencia se alza de sus orillas con orgullo y hasta pudiera parecer que le estorbara su curso delicado. Sólo la Isla, una amena alameda que ha servido durante siglos al ocio de los placentinos, le pertenece. El resto, ya se dijo, le ha venido dando la espalda, temiendo acaso lo que de acabamiento el agua lleva, camino de la mar, que es el morir. En lo alto, por encima de una abarrotada montaña de tejados rojizos que salpican los tonos blanquecinos de algunas azoteas y los verdosos de los árboles –magnolios, palmeras-, que se yerguen desde patios recónditos, la catedral o, mejor dicho, la imponente fábrica unida e inconclusa de las dos catedrales: lo que queda de la vieja, la románica, y a su lado la nueva, construida siguiendo el modelo de tres naves del templo renacentista. Ya dentro, sobresale el coro, con su sillería taraceada en nogal por el maestro Rodrigo Alemán del que cuenta la leyenda que, ya debido a lo procaz y obsceno de las imágenes talladas, ya a su condición de judío converso, fue encerrado en una de las torres y que con las plumas de las aves que cazaba se construyó unas alas y que con ellas voló hasta dar, como Ícaro, con sus huesos en el duro suelo de la Dehesa de los Caballos, en la margen contraria del río. No es la única obra digna de mención en este monumento que pasa por ser el de mayor categoría artística de Extremadura. Así, la fachada principal, el retablo mayor con cuadros de Ricci y esculturas de Gregorio Fernández, el patio del Enlosado o la torre de la Capilla de San Pablo, semejante a la del “Melón” de Salamanca. Pero la catedral, con ser la obra más visible, no tiene la exclusiva, menos aún en una ciudad llena de iglesias, palacios, casa señoriales o conventos de un elevado nivel arquitectónico. Por la abundancia de éstos y por el mencionado carácter renacentista de no pocos, tiene esta ciudad un elegante aire italiano, acentuado por la nueva normativa acerca del tono que deben lucir las fachadas de las casas que se adapta a la infinita la gama de los ocres y destierra el antaño predominante color blanco. De esta manera, Plasencia ha dejado de ser la ciudad blanca que fue; en una latitud, por otra parte, tan impropia. Eso no es óbice para que siga siendo un lugar luminoso, de una luz limpia que hace que las cosas parezcan transparentes. Sólo en verano, cuando cae la calima y el calor se hace tórrido, esa luz se hace turbia y entonces los edificios adoptan un aire decididamente irreal que incluso inquieta. Bajo esa flama debió verla el pintor Gutiérrez-Solana que la describe en su libro La España negra, donde dice que “la catedral tiene un color amarillento dorado de piedra calcinada por el sol; está encima de una muralla, y a lo lejos se confunde algo con la tierra, pues tiene su mismo color”.
Al protagonista de este relato le gusta contemplarla a la hora del crepúsculo, cuando desde calles recoletas e inclinadas, como Sancho Polo, o más transitadas y en pendiente, como la del Rey, mira a lo lejos y ve que ese mismo sol, al ponerse, dora los edificios y fulge, a punto de extinguirse, contra los cristales de los miradores. Aunque todas las esquinas de Plasencia le traen algún recuerdo, también en esto tiene sus preferencias y, entre todas, si tuviera que elegir su lugar predilecto optaría por el balcón trasero del Palacio del Marqués de Mirabel, a un paso del Parador y del soberbio Conventual de San Vicente, el que está encima del pasadizo o cañón, en medio de la piedra verdosa por la humedad y por el musgo que se aferra sin tiempo a sus paredes. Sobre él, una paradójica inscripción: “Todo pasa”. Tampoco evitaría asomarse al pensil que en el mismo palacio, pero al lado contrario, recoge un antiguo botín de Luis de Zúñiga, donde cipos, bustos de césares y columnas de mármol nos hablan en griego y latín de la fugacidad y de la muerte.
Los incesantes paseos intramuros de nuestro personaje son, ya se dijo, las sendas reiteradas de un mismo itinerario. Allí, en torno a un plano que reconoce casi a ciegas, le podréis ver caminando solo, a menudo deprisa, junto a los muros de los escasos jardines cerrados que quedan; fijándose en el vuelo de las cigüeñas que giran y planean alrededor de veletas y espadañas; escuchando el monótono sonar de las campanas; comprobando que los mismos náufragos siguen varados en los mismos bares; imaginando las vidas de los otros por las luces encendidas en las ventanas de sus casas; oliendo, según las estaciones, las rosas o el azahar y, cualquier martes, desde hace varios siglos, la abigarrada mezcolanza que destilan los típicos productos del mercado: las hortalizas y las frutas, los embutidos y los quesos, el pimentón y las especias y los ajos.
Reconoce que la ciudad de su memoria, en la que él vive (como todos habitan en un sitio ficticio inventado por ellos), no queda fuerapuertas. Pocas veces se atreve a aventurarse más allá de ese centro que él entiende secreto a pesar de los años. En este sentido, Plasencia es para él un interior, tal como lo explicara Javier Marías al referirse a la emblemática ciudad de Venecia: “porque nunca hay fuera y es completa en sí” Tras la muralla se encuentra otra ciudad que desconoce. Es como todas: avenidas, semáforos, bloques de pisos, hileras de casas adosadas, grandes superficies e institutos. Se le antoja que ese mundo es inhóspito o que no es suyo. Él prefiere las referencias de costumbre, otra ciudad no menos viva pero sí más vivida. Sujeta, en todo caso, a un tráfago distinto: el de la inmemorial ciudad levítica. De calles con comercios, sin coches, con gente que compra o se limita a ver escaparates. De plazas con terrazas donde la vida suele beberse a sorbos lentos. Sentado en una de esas mesas, en la Plaza de San Nicolás o en la Mayor, podría tomar en sus manos el libro que desde el siglo XVI mejor retrata este lugar, su guía más hermosa, y leer las páginas que le dedicara el médico placentino Luis de Toro, Descripción de la ciudad de Plasencia y su obispado (1573), escritas en latín y en un solo párrafo del principio al final, según nos avisa un erudito, de los muchos que abundan en estas estaciones provinciales. Nada que no merezca comentarse queda fuera de ese libro, que trata de la categoría de sus vientos y de las variedades de su vegetación, de la descripción de sus fuentes y de la salubridad de su clima, del catálogo de sus monumentos y de la prolija enumeración de sus vecinos más ilustres. No olvida el galeno que ésta no es sólo una ciudad sino todo un territorio: el que conforma junto a las tierras y los valles que la circundan. Por eso, el viajero que llegue a ella se verá obligado a visitar sus alrededores si quiere comprenderla y valorarla como se merece. Sin La Vera, los valles del Jerte y del Ambroz, el parque natural de Monfragüe -por citar sólo los lugares más cercanos-, Plasencia no es, sin duda, la misma. Y pues que de cercanía hablamos, no estaría de más hacer alusión a su proximidad con Portugal para mencionar, de paso, el carácter melancólico en el que suele sumergirse, un atmósfera teñida de saudade propia de esas ciudades interiores que tienen por delante, como un lujoso lastre, su pasado. Ciudades construidas no tanto para ser habitables cuanto para ser imaginadas. Sí, nuestro caminante tiene la fundada sospecha de que la suya es una ciudad poco real o que su realidad le viene dada por su disposición a ser escrita, a ser urbanizada con palabras. ¿Será ésta, se dice, una pura ciudad inventada? ¿Tendrá correlato en la que ven los otros, tanto de aquí como de fuera? En rigor, le importa bastante poco este dilema, persuadido, como está, de que, por insignificante que sea, toda ciudad encierra la posibilidad de ser soñada.
Prólogo a esta edición
Siempre quise llevar un diario. En las agendas, libretas y cuadernos que hay por casa no faltan, entre versos y veras, anotaciones personales acerca de lo que a uno le había ocurrido o le estaba sucediendo o se le pasaba por la cabeza en un determinado momento. Y eso desde que empecé a escribir, al final de la adolescencia. La misma época en que comencé a leer con la pasión debida los diarios de otros, un fervor que no ha cesado. Sin embargo, fui incapaz de mantener un diario con la debida asiduidad y la obligada exigencia hasta que el 2 de mayo de 2005 inicié la publicación de un blog en Internet. “Por intentarlo que no quede”, dije entonces, y ya han pasado catorce años.
Tuve claro desde el principio que lo iba a llevar a cabo con la mayor exigencia posible, con el mismo rigor con el que siempre he intentado escribir un poema, una recensión o un artículo. Con la sutil diferencia de que sería mi propio editor y, en consecuencia, responsable incluso del diseño y la tipografía, algo más que el mero uso de diversos tipos de imprenta.
Analógico irredento, confieso que a lo largo de estos años he abrigado la esperanza de que esas páginas virtuales acabaran estampadas en papel. Por eso me costó poco aceptar la propuesta de la Editora Regional de Extremadura, cuando se me sugirió trasladar lo personal de esa bitácora –lo que ahora llamo diario– a un volumen de su acreditado catálogo. Nunca dudé menos de la pertinencia de la famosa frase de Juan Ramón: “En edición diferente, los libros dicen cosa distinta”, aunque aquí no estemos hablando exactamente de eso, siquiera sea por los matices tecnológicos que caracterizan a un blog. Lo pude comprobar cuando aparecieron algunos párrafos en la revista Clarín a instancias de su director, José Luis García Martín. Por lo demás, uno, qué remedio, sigue creyendo que la pervivencia de las letras, si se da, está de parte de ese viejo invento compuesto por un determinado número de hojas encuadernadas.
Contra lo que suele ser costumbre, tampoco me ha supuesto demasiado esfuerzo encontrarle un título. “Porque olvido” forma parte de un verso de mi primer libro, Territorio: “escribo hacia el pasado porque olvido”. Esa intención está en el origen de esta aventura que si por algo se caracteriza es por su carga de memoria. Y eso que, como dijo el poeta venezolano Juan Sánchez Peláez, “La memoria es una copa frágil”. Algo que se ha puesto de evidencia cuando, al seleccionar los contenidos, he rescatado recuerdos del olvido.
Con todo, estoy de acuerdo con el bibliógrafo José Luis Melero, cuando dice: “el diarista, a diferencia del memorialista, carece desde luego de una visión reposada de los acontecimientos. El diarista, por tanto, trabaja con las impresiones antes que con los recuerdos”.
En ese rincón, como suelo llamarlo, he ido acumulando anotaciones particulares, sencillas reflexiones sobre la vida, la política cultural o el arte (la poesía ante todo), lecturas y reseñas de libros (uno, a la manera borgeana, se considera más que nada un lector), crónicas de actos públicos (los pocos que soporta un solitario poeta de provincias, extremeño por más señas) y narraciones de breves viajes, así como numerosas citas de diferentes autores (escritores, pintores, arquitectos, etc.), palabras que al cabo hice mías. He dejado fuera todo aquello que queda al margen de lo, digamos, más personal. También las opiniones y comentarios políticos, entre otras razones, seré claro, porque eso hubiera imposibilitado la publicación del libro en una editorial institucional. Éste no era el sitio del polemista. Aquí hay, sobre todo, crónica y diario. Se trata, ya se dijo, de una muestra selectiva.
Apenas he corregido nada. Alguna errata, cierta frase, varios nombres…
Para facilitar el trabajo a quien lee y prescindir de enojosos estorbos, he evitado especificar la procedencia de los epígrafes que incluyo. Quien quiera saber su origen, de qué libro, poema, entrevista o artículo está tomado, puede ir al blog (http://mayora.blogspot.com) y consultar en los archivos ese dato concreto y si quiere, gracias al correspondiente enlace, leerlo por completo. Eso y todo lo demás.
Ojalá se perciba que lo sustancial de lo reunido se acoge, por encima del soporte, a un determinado tono, lo único que de verdad importa cuando de literatura se trata. Cada diario, en fin, lo es a su manera.
Solvitur ambulando, le dijo el viajero Patrick Leigh Fermor al trotamundos Bruce Chatwin: “se resuelve caminando” o “todo se arregla caminando” (ha dicho otro), lema que figura al frente del blog y que recoge, junto a la ilustración de la encina solitaria (fotografiada por Nicanor Gil), el espíritu de este lugar.
Porque olvido. Diario 2005-2019, Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2019.