En torno a la noción de lugar
En el origen de mi interés por la poesía confluye, no sé bien por qué, una preocupación por lo que se ha dado en llamar noción de lugar. Tanto es así que la particular búsqueda y visión del lugar se ha venido convirtiendo en razón de ser y justificación final de casi toda la poesía que he escrito. Un lugar, anticipo, que es todos los lugares, porque con todos contrasta. Un lugar que desde lo concreto y local de su ámbito intenta alcanzar lo universal que le es propio. Un lugar, en fin, que, convertido en territorio, llegue a ser habitable y que, al cabo, en su alzado, refleje -como imaginara Borges- las líneas del rostro de la vida de quien pudo o supo trazarlo.
Al paso de los años, esta preocupación, que podríamos llamar espacial, ha ido abundando en datos, en lecturas de textos poéticos o no, de creación o teóricos. Con todo, creo que es en mis poemas donde con más concisión y voluntad expresiva se encuentra cualquier atisbo de una modesta teoría al respecto.
Mi temprano interés por la noción de lugar encontró pronto sentido en un breve pero enjundioso ensayo de José Ángel Valente titulado «El lugar del canto», incluido en su libro Las palabras de la tribu. “Habría que buscar, para descongestión del lenguaje propio y ajeno, el punto histórico de sustitución de la idea o el sentimiento del lugar por el más abstracto de la patria”. “El lugar no tiene representación porque su realidad y su representación no se diferencian. El lugar es el punto o el centro sobre el que se circunscribe el universo. La patria tiene límites o limita; el lugar, no.”
Cita a María Zambrano cuando, a propósito de La Habana de Lezama, habla de la dis-locación o pérdida de la noción de lugar en lo moderno. “La idea del retorno a lo nativo, tan importante para algunos románticos, está impregnada por un poderoso sentimiento de lugar o por una visión en que patria y lugar coinciden”. Al final del texto trae Valente a colación una oportuna cita del Quijote donde Alonso Quijano se dirige a Sancho y le replica: “Vamos con pie derecho a entrar en nuestro lugar”; lo que, de paso, nos lleva a las conocidas, primeras palabras del libro.
Una inquietante alusión a un necesario “cambio de la noción de lugar”, en frase pronunciada por el poeta francés Yves Bonnefoy en una entrevista publicada precisamente en la revista Quimera, vuelve a situarme, a principio de los ochenta, ante la misma, obsesiva idea.
Pero, ¿a qué me estoy refiriendo cuando hablo de noción de lugar? Intuyo, más que sé, que quiero decir búsqueda de un espacio único o ideal, que puede ser jardín o desierto, valle o ciudad, concreto o abstracto, real o imaginario, donde el poeta y, por ende, el hombre, pueda ser feliz. Trasunto del locus amoenus, espacio ideal donde se ha situado durante siglos la poesía occidental. Versión ironizada pero permanente del beatus ille (vida retirada) horaciano. Un espacio habitable donde encontrarse a sí mismo; lo que, siguiendo a Rimbaud, supondrá encontrarse con el otro. Un regreso al origen, a lo que llama Heidegger -leyendo a Hölderlin- “el lugar de la cercanía”. Por eso, de inmediato, una nueva noción se une a la de lugar: la de viaje. Errancia y extravío a la búsqueda del lugar anhelado. En el caso concreto del poeta, ese “lugar” anhelado se confunde con el “espacio de la revelación” donde éste, en soledad y silencio, encuentre su palabra. Más allá, será en el lugar del poema -espacio escrito- donde éste halle su último, verdadero, único lugar.
La noción de lugar se pierde en el tiempo. El mundo y su creación ‑presente en todas las tradiciones‑ es en sí misma noción de lugar. En el principio, ese lugar adopta la forma del paraíso.
La historia de la literatura es, así, un sucederse de lugares. Los poetas han unido a su preocupación temporal (tempus fugit) la puramente espacial; se han situado en el mundo y, como decía, han buscado su propio lugar, dondequiera que estuviera. Quizá sea en la Modernidad donde se vuelva con más fuerza sobre este viejo concepto. A estas alturas de la Historia sentimos la necesidad de pensar de nuevo el espacio. De ahí el interés por conocer los paisajes de la poesía, las descripciones hechas por los poetas con una carga simbólica o alegórica capaz de dotar de un sentido esencial a sus obras. Poetas del espacio más que del tiempo; abolición, mediante suma, de ese unívoco concepto, que a fuerza de repetirlo se ha vuelto tópico, de que la poesía es «palabra en el tiempo». No sólo, cabe añadir. Poesía también como «palabra en el espacio», en un lugar.
El poeta que busca un mundo propio que le justifique como tal debería ir también hacia una particular e intransferible noción de lugar. Es más, me atrevería a decir que por lo mismo que la poesía más original y novedosa suele ser aquella que con más fuerza se apoya en la tradición (y porque la conoce, desde una lectura radical, la supera), la poesía centrada en un determinado lugar es más universal que aquella otra pretendida, o pretenciosamente, cosmopolita.
Descubrir un lugar, trazar el mapa del territorio a explorar para, más tarde, una vez colonizado, habitarlo se me antoja una definición posible de la poesía.
Heidegger en su famosa conferencia de 1951, «Construir, habitar, pensar», viene a decir que un entendimiento del lugar que surge de estos tres parámetros va precedido de la necesidad del sujeto, aquél que lo dota de sentido habitándolo. “La referencia del hombre a lugares y a través de los lugares, la referencia del hombre a espacios descansa en el habitar. La relación de hombre y espacio no es otra cosa que un habitar pensado esencialmente”. Antes ya había anotado el pensador alemán que “los espacios reciben su esencia de los lugares y no del espacio” y que “en la esencia de las cosas como lugares yace la relación de lugar y espacio, pero también la relación entre lugar y hombre, que en él se halla.”
“Habitar”, escribió, por su parte, Eugenio Trías en Lógica del límite, “significa cultivar un territorio, algo más radical que la simple ocupación de un espacio abstracto. Significa convertir un espacio en tierra de cultivo y culto (colere), hasta constituirla en colonia. Como territorio cultivado comparece a modo de sede de un culto, de un modo de religión (religación, re-elección). El habitante de esa colonia se halla a ella obligado y religado, y celebra en el culto la re-elección (refundación, recreación) de esa sede en la que habita”.
He aludido hace un momento al viaje. La condición del poeta, dije, es la de pasajero. Su circunstancia, errante (aunque su viaje sea inmóvil y recorra el mundo sin salir de una ciudad, como lo hace desde París Baudelaire, desde Lisboa Pessoa o desde Trieste Saba). Eso aun a sabiendas de que, Claudio Magris dixit , “los poetas nómadas, les vrais voyageurs de Baudelaire, erran sin meta, prueban todas las experiencias desperdiciando intencionadamente su específica identidad personal, se extravían y se disuelven en la nada”. Coincide su viaje con la trayectoria de su misma vida. En la reflexión sobre el lugar tendría, así, especial trascendencia los paisajes vividos, vistos, revisitados. El de la infancia (“patria del poeta” según Rilke) sería seguramente el más importante.
Muchas referencias espaciales de un poeta, el ámbito fundacional sobre el que levanta su edificio de sonido y sentido, proceden de ese lugar primero que se abrió a su mirada. Sobre la visión de sucesivos y alejados paisajes permanece fiel esa primera visión que le devuelve un tiempo que suele ser, además, una felicidad perdida sólo recuperable en la memoria. Ello sin ignorar que, por encima de esa búsqueda, al final, el poeta sabe que es en la poesía, o mejor, en la forma concreta del poema, donde ese lugar se encuentra. El poema, así, establece o crea su propio lugar. No en vano René Char ha escrito que “la poesía es el mundo en su mejor lugar”. La obra como representación, enclave y verdadero espacio del escritor. Siguiendo a Heidegger, Jorge Riechmann ha escrito que “toda gran poesía respondería al hecho de que ésta intenta fundar una verdadera morada para el ser humano; pensar, intuir, adivinar o intentar una relación originaria del hombre con la tierra”.
Antonio García Berrio en su monumental Teoría de la literatura, y más concretamente en el capítulo «Poeticidad: Estructuración de la mitificación imaginaria del espacio», reflexiona largamente sobre el asunto que nos ocupa. “Las operaciones poéticas de espacialización me parece que resultan decisivas en la definición del efecto estético del arte (…) Tras la poética de cada creador se puede rastrear y deducir distribuciones privilegiadas del espacio íntimo y exterior, trayectorias preferenciales de la dinamicidad fantástica y formas peculiarísimas de la orientación imaginaria constitutivas de su personal cosmovisión. Hasta el punto de que creo que se puede hablar con propiedad del mito espacial propio y característico de cada artista brillante”. Toma como ejemplo de ese imaginario espacial “la composición de la más sublime poesía”: «El infinito» de Leopardi. Ahí, “el simbolismo espacial”, “la evidencia local”, el yermo de Recanati elevado a categoría de universal poético y, más allá, de símbolo de “eterno infinito”.
No descubro nada nuevo afirmando que La poética del espacio, de Gastón Bachelard, es una obra de referencia ineludible sobre el tema que nos ocupa. El propósito de ese ensayo ya clásico iría encaminado a examinar las imágenes del “espacio feliz”: las topofilias. “Aspiran ‑dice‑ a determinar el valor humano de los espacios de posesión, de los espacios defendidos contra fuerzas adversas, de los espacios amados”.
Siempre he pensado ‑y vuelvo a hacerlo ahora al hilo de esta cita‑ que hay algo de reminiscencia o costumbre animal, de posesión o marca, en esa ambición tan humana de definir el territorio. Bachelard hace alusión a los “espacios ensalzados” y llega a afirmar que “nuestra alma es una morada”. En el libro se entabla una tensión entre el adentro y el afuera, entre lo exterior y lo interior, que serían, en suma, los espacios que al hombre le caben. Es lógico que su análisis empiece por la casa. “La casa es nuestro rincón del mundo”, escribe, “nuestro primer universo”, “un cosmos”. La mención a la infancia cobra de nuevo esencial protagonismo. La casa natal es “un cuerpo de sueño”, “espacio de nuestras soledades”, un reducto para la intimidad.
A propósito de uno de los términos acuñados por él, concretamente el de “centralidad”, quisiera apuntar cuánto de anhelo de un orden o de un sistema hay en la intención de quien construye, desde el lugar, un territorio. Ese deseo de “centrar” el espacio, de acotar coordenada, de situar un mundo dice mucho de la voluntad del creador. Y digo “creador” para indicar, una más, otra característica fundamental del que se preocupa y ocupa de la noción de lugar: la capacidad para hacer con lo indeterminado, indefinido e inconcluso o abierto un lugar específico, concreto y cerrado para poder vivir. Porque, como dice Wallace Stevens: “Lo que hace del poeta la poderosa figura que es, o fue, o que debe ser, consiste en que él crea un mundo al que incesantemente nos dirigimos sin saberlo, y en que da vida a las ficciones supremas sin las cuales somos incapaces de concebirlo”.
La casa, volviendo a Bachelard, se convierte en el lugar central del hombre, y su situación en el mundo nos da de un modo concreto, “una variación de la situación, con frecuencia tan metafísicamente resumida, del hombre en el mundo”. Lo exterior, lo interior; el campo y la ciudad; espacios antitéticos pero también complementarios; distintas soledades, distintos refugios.
La casa natal y la casa soñada construyen la casa. Y es que ella “es, aún más que el paisaje (y Bachelard ahora parece remedar a Unamuno), un estado del alma”. “Es un refugio que nos asegura el primer valor del ser: la inmovilidad”. En lúcida frase de Noël Arnand: “Je suis l’espace où je suis” (soy el espacio donde estoy) o en palabras de Claudio Magris: “para saber dónde se está y, por lo tanto, quién se es”.
Se impone a la postre una verdad evidente: “no se cambia de lugar, se cambia de naturaleza”. O complementariamente, por decirlo con palabras de Pierre‑Jean Jouve: “porque estamos donde no estamos”. Algo que uno siempre tiene presente al leer «La ciudad», el famoso poema de Cavafis.
En torno a la noción de lugar, por Álvaro Valverde. Quimera: Revista de literatura, Nº 365, 2014, págs. 13-15.