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Poemas

T. S. ELIOT, RUSSELL SQUARE

¿qué haremos nunca?

     T. S. E.

 

Ejerza el simulacro

(hábil y hasta ordenadamente).

 

Anude la corbata, alise la camisa,

ponga perfume en el cuello, guarde el tabaco,

tome la cartera y el sombrero,

incluso dé un beso al salir, según costumbre.

 

El ritual observa unas leyes precisas,

conocidas maneras aprendidas de antiguo.

 

Por el camino, olores que me devuelvan

establecidos vínculos.

 

En la boca el sabor

de dulcísima noche anegada en oporto.

 

Mientras en calles vacías mi paso torna eco,

¿dónde el poema alucinado

que urdí de madrugada?,

¿dónde la vida aquella

de lecturas y mapas

sin que asistiera culpa u orgullo o desolación,

dónde tus sienes azules como ánforas

y el asidero rubio de cabellos de humo?

 

Ya no hay rictus, máscara, ni escenario capaz.

Desde esta ventana de Lloyds se ve la muerte.

I

 

A la hora desierta y fugaz del mediodía

cuando el azar devuelve en cifra acibarada,

como una representación de lo vivido,

el pasado y sus sombras; cuando somos

del lugar habitado solo rumor de pasos

y apenas nada puede penetrar la existencia

que murada sucede y se demora —entonces,

retorna inextinguible una clara visión.

Las cosas permanecen en las cosas:

pasa la luz dudosa entre los arcos,

descansa en los balcones coloniales,

brilla en las aguas blancas del invierno.

Pasa la luz y nada y nadie acierta

en la adivinación. Los signos expectantes,

el cielo de amenaza. Las señales.

¿Acaso no ven el fulgor que lo anuncia?

El aire denso de los pabellones,

aun reconocible, su filtrado perfume

de cercanos magnolios, los viejos cenadores

donde anida el verano, a pesar de la nieve,

cada noche de luna. La música y su ausencia

las furtivas escenas de caza junto al río

en busca de los pájaros de Arabia.

Una clara visión, el preludio,

lo por pasar pasado, la certeza

de vivir la memoria y su traición

desde la levedad que es el olvido.

Y no mentir por ello.

Rozar la luz,

el alud en que alivia la montaña sus ecos,

retener del verdín

la muerte dibujada en las adelfas.

Y decir la verdad.

 

 

III

 

Acuden, a la noche, con las sombras

los sones de la sierra susurrando,

mecerse de malezas, girar de las gargantas,

silencio estremecido de la altura,

callado serenar de lo que alienta

y nos sacude con su miedo.

Temor de ver el cielo interminable

que una mano señala.

Dulce temor que viene a visitarnos

—más allá de la noche— en la penumbra

abierta al negro vuelo

de las constelaciones.

Dulce temor que rompe

la calma indescifrable de las cosas

y su terror innúmero.

Más allá de la noche el horizonte

respira lentamente su vacío

y de la luz es víspera su cima.

Y con la luz, la albada.

Y enseguida el rumor de los senderos,

de losas y de acémilas. El día.

Ya nada es como antes. Permanece

la desolada curva ya en su centro

Ya todo en su apariencia.

¿De verdad han cesado los signos con el alba?

¿De qué nos vale entonces mirar hacia lo alto?

¿Acaso es mi mirada una pregunta?

La intensa luz solar del mediodía

no oculta la aridez de tanta sombra.

Detrás de su fulgor esta la noche.

 

 

VII

 

A la imagen de un lugar mi memoria

regresa desvelando las cifras de la noche,

el lenguaje silente de la tierra,

los signos de la luz.

Vuelve donde la sombra es la sustancia

que ya no nos separa, a las fieles orillas

donde brota el fulgor del oro sepultado

y nos conducen todos los senderos.

No en otro territorio bebí de la quietud

que el curso de los años desvanece

pero que era real y en torno a mi giraba

ciñendo como un halo las colinas.

No me fue dado hallar aquel sosiego

que llegaba del polvo del verano

sino sobre los sueños apilados

en la fragilidad de los almiares.

Vendrá con él la luz y devendrá nada el rumor

que horada la tiniebla de los bosques;

el musgo y la resina del lentisco

serán como un presagio del aroma.

Abierto al remotísimo silencio

de la noche sagrada, volverá,

entre las bayas frescas del arándano,

el nítido latir de su presencia.

Para vagar furtivo,

si nada es perdurable, a que reconciliar

el tiempo y las visiones de su paso,

¿no habito la morada del amante?

A semejanza del lugar describo

en la página ilesa el paraíso.

ENCLAVE

 

Como quien nada espera,

sentado frente al muro que levanta

dos árboles meciéndose,

mirando en la distancia

la sombra desvaída de la ausencia,

la torpe maquinaria de las horas.

Como quien ve pasar delante –sin moverse–

la película gris de los recuerdos

y en nada ya repara o desespera,

sin que se note apenas, olvidándose.

Así, desde la noche, en el origen,

en el turbio presente casi exacto

de una vida pasada inútilmente,

ese ser que yo he sido –sin conciencia

siquiera de saberlo–, la figura

que ahora me contempla –la inocente

apariencia de su rostro –parece interrogar

ante el espejo

una razón que valga la respuesta

de estar –frente a este tiempo–

aquí esperando.  

 

 

LOS ECOS DEL JARDIN

Other echoes/inhabit the garden.

T. S. Eliot

 

 

Se desvanece el eco tras los muros

de lo que fue un jardín para ninguno,

traspasan ya tu casa clausurada

las imágenes turbias de otro tiempo.

De nada sirven ya las celosías,

la penumbra dorada de las lamas,

el silencio solar de la azotea.

Sabe la certidumbre su morada:

durar como el instante, ser materia

destinada a morir, sola presencia

de un suspenso abarcar lo interminable.

imágenes veloces recuperan

la vida que ocultaban las paredes

de tu estancia de ser para la muerte.

Sobre la piedra donde el vidrio hiere,

la hiedra suspendida ha limitado

el hueco que te habita.

Se pierde la quietud que contemplaras,

la que te dio sentido frente a todo.

Su inmóvil suceder es esa losa

hundida y desgastada donde pisas.

 

 

LA IMAGEN DETENIDA

 

El árbol acontece, y es hermoso

sin hojas y con frutos, suspendido

al borde de la noche. Sólo el tiempo

decide su fijeza. Fugitiva,

la luz intermitente de los faros

recorre la extensión de su memoria.

Es fácil entrever tras los cristales

la razón y el azar de nuestra huida.

Lo que nos trajo aquí es esta ausencia

del árbol y la luz, esa distancia

que impone carecer de la atadura

que te liga a un lugar donde regresas

después de cierto tiempo, cada poco,

para poder vivir. Si los recuerdos

pudieran retornar en cualquier parte,

si no fuese preciso oír el rumor

de ciertos ríos u oler el leve aroma

de otros días,

bastaría mirar como quien sabe

que ya no hay nada más, que en la ventana

la luz se desvanece para siempre.

 

 

CEMENTERIO ALEMÁN, YUSTE

 

Tiene la muerte una medida exacta.

En línea, los túmulos recuerdan

los nombres y las fechas de los héroes.

La edad ignora cuándo

podría haber llegado el dulce fruto

final de la derrota.

Nada preserva, en cambio, la memoria

de aquellos que cayeron en combate.

Sus rostros son anónimos. Sus vidas,

hermosas y lejanas como el sueño

que habita las ciudades que dejaron.

 

Nos trae a este lugar una costumbre

de ausencia y de sosiego.

Hacia el sur, bajo el muro,

duermen viñas caídas

y a la sombra sin sombra de los viejos olivos

el silencio es solemne.

Con las últimas luces, la mirada se pierde,

luminosa de eterno.

 

 

VEDUTA DEL GOLFO DI NAPOLI

 

Llega lenta y remota la voz de un viejo canto

y con ella aquel eco de lo que entonces tuve

y la noche ha cubierto de una vaga presencia.

 

En la imagen cautiva que devuelve el espejo

cobra forma el olvido.

Su sonido recuerda el fluir de las aguas.

Su visión, las escenas de un viaje de invierno.

 

El barco inglés, el boj, los jarrones con brezo

rememoran la edad

donde tuvo la vida el sentido de todo.

 

Su furtiva presencia es esa estela

que vemos alejarse dibujada

sobre la hermosa estampa del Vesubio.

 

 

NOTICIA DE LA MUERTE

 

Me ha llegado su carta.

Sabía por amigos que podía pasarme.

Los libros me han dado cierta fama

y no pocos conocen lo que hago.

He opinado de todo o casi todo

y alguna vez lo hice para muchos.

¿Por qué no iba a aceptar el doble encuentro?

Sé bien qué es lo que esconde

el nombre de Alden Whitman.

 

La enfermedad que aprisa me consume,

la edad —a estas alturas evidente—,

¿le habrán hecho adoptar esa medida?

¿Será, sin más —me digo—,

la ejemplar decisión de un periodista

que cumple su trabajo?

En la nota me advierte —y lo agradezco—

que mantendrá en reserva mis respuestas

hasta mi muerte. Añade

la justa conveniencia

de dar a mis lectores

una cabal idea de mí mismo.

Presupone mi afán de gloria póstuma.

 

Es todo tan sencillo.

He visto tantos rostros

con los ojos cerrados para siempre.

¿A qué fingir sorpresa?

¿No he estado preparando nuestra cita

—fatal, ineludible—

con la seguridad de merecerla?

 

El jueves vendrá a casa.

Le recordé al teléfono dos líneas de un contemporáneo:

«Cada uno sabe en qué momento de su vida

la muerte ha entrado en su jardín secreto».

LEYÉNDOME A MÍ MISMO

  this open book…

       Robert Lowell

 

 

Soy un hombre que habla,

hace una pausa, escucha,

y después sigue hablando

sin otra pretensión que ese relato

menor y fragmentario

que ofrece a quien espera

unas u otras palabras

e inclusive el silencio;

ese silencio, acaso,

capaz sólo en sí mismo

de encerrar como un cofre

una opaca elocuencia,

de dotar de sentido

el negror de un presagio.

 

Como si me leyera, atiendo al eco

que produce mi voz (cuando conversa)

y apagada asimila su presencia en el otro

y con ello hace suya la amistad del encuentro.

 

Poco a poco sustrae un atisbo de luz

de los ojos que enfrente se interrogan mirando.

Nada sé de la sombra

que hacia dentro se alarga

proyectando la imagen del extraño que busco,

pero intento adoptar una escasa distancia

y que un mínimo azar haga al cabo posible

que yo sea ese otro.

 

 

UNA MEDITACIÓN

 

Me asusta esta quietud. Miro a lo alto

y observo rocas rojas entre higueras,

ardientes tras la tarde de verano.

Hay helechos ya ocres entre los viejos robles.

Huele a fruta madura.

Caídos por el suelo, sus carozos ofrecen

un olor penetrante. A lo lejos, los pájaros

lanzan cantos muy breves.

Estoy a la espera; escucho.

Y me siento feliz. No sabría explicarlo.

Será por el recuerdo de alguna escena análoga

—de infancia a buen seguro—.

Será que la ciudad, recién abandonada,

se hacía insoportable en esta hora.

O será, acaso, el gesto elemental

por un paisaje próximo

donde es fácil sentir

la apariencia de un orden,

la sencilla armonía de lo vivo y lo ausente,

la verdad, la belleza

de la luz que se gasta.

Un lugar donde, a solas,

ser, simplemente, hombre.

 

 

EL EXTRANJERO

 

Ya la noche adormece la pasión del recuerdo.

De qué me movió a huir

sólo sabe el cansancio, esa herida del tiempo

que una vez alojada se somete aplacando

todo vano deseo.

De qué busqué en ser otros

cualquiera puede hablaros:

todos huyen de alguien,

a todos les persigue sigilosa

la sombra del que fueron

y temen, como a nada,

la máscara furtiva

que apenas les dibuja

su rostro en el espejo.

Por eso buscan mares insondables

y puertos —y aeropuertos— más recónditos

donde sólo a sí mismos, a lo más,

reconozcan.

Ciudades misteriosas

que nadie ha visitado

donde ser ese hombre del que nada sabemos.

Alguna vez, no obstante,

la luz del horizonte, un edificio

de trazo similar a alguno visto,

un gesto aún más equivoco que rompe

la faz de la costumbre, la voz

que a sus espaldas, susurrante,

propone algún negocio clandestino,

habrán de devolverles, por sorpresa,

su antigua identidad:

la patria, el nombre.

ESTELA

(Sobre un poema de T. E. Hulme)

 

 

Frente a la casa derruida,

cuatro árboles en flor

dejan constancia

de la disolución y los ultrajes

del tiempo.

 

Sobreviven

los frutales, la parra,

truncos muros. Nada, empero,

de cuanto levantara

el curso de una vida.

 

Viajero que ahora pasas,

ten presente

que estas ruinas fueron

andamios una vez,

hombres silbando.

 

 

LAS OCASIONES PERDIDAS

 

Me he obligado a vivir

lejos de estas murallas

que aún conservan cercada

la ciudad donde vuelvo.

Muchas veces cité

a Ungaretti, sus versos:

Junto a estos muros

sólo se está de paso.

Aquí la meta es partir.

Confié a esas palabras

las virtudes de un lema.

¿Me mentía a mí mismo?

Con frecuencia pensaba

transgredir la sentencia:

nada impide el regreso

cuando a nada te atan

los viajes que emprendes.

Si de debilidad o lucidez,

esos deseos, no podré

ya saberlo. Sucedieron

en vano. De ocasiones perdidas

están hechas las líneas

que dibuja el destino

Más y más a menudo,

imaginé estas calles,

los jardines, las puertas,

el mercado, ese aroma

que en las noches de agosto

se condensa en la plaza,

el sopor envolvente

de la siesta, fundado

en la ciudad vacía.

Cualquier puente pasó

por las aguas calmadas

de mi único río.

Vencido observo ahora

que los sueños

pudieron doblegarme.

Sentado en el café,

escribo y bebo.

Para partir de nuevo

he regresado.

 

 

COMPOSICIÓN DE LUGAR

 

I

 

El solar, desde arriba,

cubierto de maleza y medio en ruinas,

parece el de un convento abandonado.

El ángulo difiere,

es otra desde aquí la perspectiva.

No basta este detalle

para hacer que de pronto todo pase

por falsamente nuevo.

Fueron muchas las veces detenido

a contemplar su estado, para, ahora,

ceder a lo falaz de la mirada.

He vuelto solo. El ámbito,

propicio al juego cómplice

de la conversación –donde los ruidos

de cosas y animales se entremezclan–,

respira otro silencio.

Se hace tarde.

Hay algo de indeleble en los perfiles

de cuanto, detenido, me rodea.

Algo que prevalece casi nítido

en perfecto contraste con la bruma.

Me sorprende la hierba tan crecida,

el musgo verde y húmedo que marca

al cauto paseante su sendero,

los árboles desnudos.

No son los que seducen, cuando es tiempo,

con ramas florecidas y abundantes.

Echo en falta el murmullo de sus frondas

batiendo en la alta noche. Localizo

los nidos en las copas: su promesa

cordial de aves y cantos.

Los bancales y muros son las líneas

que acotan el preciso territorio.

Aquella casa,

acorde en su color con el paisaje,

no destaca por cima de los robles,

ni es más central que cuanto la circunda.

La herrumbre y la maleza son reflejo

de aquello que pervive, indiferente.

El agua corre, y dura. Su caída

es una única música monótona.

Se siente cerca el sueño de la bestia,

la savia retenida del aliso, el fruto

remoto que ha de darme

la higuera retorcida que contemplo.

Esa hiedra aferrada a la corteza

simboliza el apego que se siente

por cuanto, irreparablemente, huye.

Es esa lenta luz que dora apenas

el débil, leve espacio,

soy yo mismo,

cansado del invierno

de luces melancólicas.

Es este tiempo

de cuartos clausurados y penumbras,

capaz de hacer posible

los sueños que en conciencia no soñamos.

Junto a ellos, quedó mi corazón.

Frente a este cielo

abierto, transparente.

HACIA 1980

 

Miras por el balcón. El patio arde.

La luz sube del suelo y reverbera

contra los muros blancos y las sombras

que manchan con sus hojas las catalpas.

Enfrente hay azoteas blanqueadas,

terrados que enrojecen las baldosas.

Huele al barro cocido de las tejas

y el aire se hace denso, y se mastica.

Los muchachos sestean. La penumbra

es cómplice con ellos. Tú levantas

la vista de algún libro.

Una ciudad del sur, calles idénticas,

soledad y silencio, los palacios,

las ruinas, la costumbre, el viento, el eco,

la misma certidumbre de que al cabo

no hay escapatoria ni habrá nunca

una huida capaz de hacer que olvides

ese balcón abierto y esa tarde.

 

 

HOMENAJE A GIL‑ALBERT

 

Un año más, las uvas de septiembre

lo llenan todo con su aroma agrio.

Caen las hojas sin luz de los alisos

y obturan la garganta y forman balsas.

A media tarde, la tormenta llega

y antes que el trueno la precede el húmedo,

intenso olor de la incruenta lluvia.

En el cielo, primero azul y ya negruzco luego,

se leen presagios ciertos del otoño.

La hierba está agostada y sobre el polvo

perece sin batalla otro verano.

Se pudre al sol la fruta, al pie del árbol,

y el canto de las aves es más triste.

Tras la calma aparente,

el renovado rito, la espaciada

doblez de la estación que cesa,

surge la noble y resignada espera,

ese regreso

que por volver es cifra

de lo que es y fue y será siempre.

 

DEL TIEMPO

 

La imagen sucesiva del agua en su transcurso. La de las aguas quietas que ocupan un estanque. Heráclito, su río y el bañista. El reloj que del sol hurta las horas. La penumbra dorada de las lamas. El viaje lentísimo de un tren perdido en la alta noche. El baño tibio en un cuarto de hotel cuando ya es tarde. El surtidor constante de una fuente. Las aspas de la asfixia que giran en los trópicos. El sueño reiterado que sueña un hombre insomne. La mirada violeta del crepúsculo. La arena que resbala por un cuento de Borges. La demora en el arte de pulir unas lentes. El instante de ver, en la luz, su transcurso. Los reflejos del sol sobre el haz de las hojas. El sosiego y la sombra  de los muros de Yuste. El silencio sonoro de un claustro antes del alba. La música callada de un encinar de agosto. El eco persistente de un sonar de cigarras. La mañana ocupada en leer viejos libros. La tarde paseando una senda distinta. Una mujer dormida con la espalda desnuda. Las estancias que guardan el olor de otra época. La palmera, su erguida, complaciente extrañeza. El rumor de las aguas de una oscura garganta. La lisura engañosa de sus cantos rodados. La visión desde arriba de las hoces vacías. La tan bella y efímera floración del cerezo. Transitar por las calles de Plasencia en verano. La gastada evidencia de saberse de paso. El frescor coronado por la red de una parra. El sabor acre y seco que desprenden las ruinas. Traspasar el umbral al volver de un viaje. El viento del invierno soplando en las ventanas. Esa imagen que fija para siempre una estampa. El azar y los límites de cualquier biblioteca. La verdad de Bergson. El recuerdo de haber habitado un jardín. La plaza de Trujillo suspendida en la siesta. Contemplar la ciudad desde alguna azotea bajo el cielo estrellado de las noches de julio. La grisura infinita de los cinco océanos. Las largas guindalezas de barcos sin retorno… Hablo del tiempo.

 

DESDE FUERA

 

Vivir es deslizarse, repetiste,

captar nuestra existencia de soslayo

o verla desde lejos, en lo alto,

con la perplejidad del que contempla.

Los que te conocieron aseguran

que tú viviste así, que no hubo nada

ni nadie que pudiera desviarte

ni un ápice siquiera de ese trazo

que le diste por fin a tu camino.

Esa senda emboscada conducía

a una casa perdida entre los páramos.

Sobre aquel pedregal erosionado,

bajo la ardiente luz de los veranos,

una sombra precisa dibujaba

el estupor final de tu extravío.

En ese santuario estableciste

una visión del mundo peligrosa.

Rogabas a los dioses con frecuencia

que no nos castigaran con desgracias

(capaces en su ardor de destruirnos)

sin antes enseñarnos lo importante:

la frágil transparencia de la vida.

 

 

MEDITACIÓN EN LOS JARDINES DE ARANJUEZ

 

No es la estación del año más propicia

para que el esplendor de estos jardines

se muestre por entero. En primavera,

el verde renovado de las hojas

contrasta con los tonos de las flores;

en otoño, es la gama de ocres quien impone

belleza a esa nostalgia

que destila su zumo

de las sombras frondosas del verano.

Pero ahora, en invierno,

ni siquiera la luz de este sol de febrero,

ni la seca y solemne majestad de los árboles,

ni el silencio escondido tras el canto de un pájaro

son capaces de dar la medida precisa

de ese sueño que alguien ideó como réplica

del viejo paraíso.

Y, sin embargo, ahí

es donde en realidad está el sentido

de esta creación del ser humano:

en la apagada música que brota

del fondo de un jardín

cuando el mundo dispone una ausencia de vida

y parece que todo permanece en la muerte.

 

 

EL SEÑOR DE LA GUERRA
(Homenaje a J. E. Cirlot)

Hoy mi reino
es esa tierra de nadie

Umberto Saba

 

 

Veinte años de guerras me contemplan

y eso, a mi edad, es una vida.

 

A pesar de la fama y las victorias,

el que llega a este oscuro

rincón de Normandía

es un hombre que ha sido derrotado.

 

Desde esta única torre que rodean

un bosque y una ciénaga,

se ve el paisaje atroz

del fin del mundo.

 

En medio de este páramo que anegan

las aguas ponzoñosas de un pantano,

no hay ley que legitime ningún orden,

ni distinción de súbdito y proscrito,

ni mayor amenaza que uno mismo.

 

Tan sólo una mujer podrá salvarme.

Porque ella es la verdad y la belleza.

No tengo otro señor que su palabra.

Ella es mi redención. Ella, mi muerte.

 

 

AUTOBIOGRAFÍA

 

Miro el río y hacerlo me consuela

porque en sus aguas calmas rememoro

la vida que he pasado contemplándolo.

 

Aunque con su corriente se marcharan,

para nunca volver, penas y gozos,

el engaño del tiempo hace posible

que no parezcan duras esas pérdidas.

 

Están en mi mirada las mañanas

tranquilas de domingo, pero también,

proyectadas sin luz en su reflejo,

las sombras acechantes de la noche.

 

Y están en las orillas los recuerdos

de las tardes de amor y están las voces

de los niños que juegan y se bañan.

 

Mi vida es este río que me lleva,

esta apacible huida hacia la muerte.

Mis ojos, al mirar, sin edad sueñan.

Y me siento feliz por cuanto intuyo

debajo de sus aguas incesantes.

 

 

JARDÍN DE MORILLE

 

Aquí dentro, cercados

por el muro de piedra que rodea el jardín.

Descalzos en la hierba. La mirada

perdida tras las copas de los árboles:

la magnolia, la acacia, el castaño, el laurel.

 

Reunidos, a resguardo

de los tórridos vientos que transporta el verano.

A salvo de la luz que ilumina inclemente

la sed de estos desiertos mesetarios.

 

No somos, en verdad,

sino cuatro personas que conversan con calma

y al hacerlo se sienten confortadas por ello.

Amigos que celebran el don de su lenguaje.

 

Sólo hombres y mujeres

que evocan mientras hablan misterios inefables

y claras evidencias.

Que conjuran sus miedos al nombrar lo indecible.

Sólo gente que tiembla cuando enuncia en voz alta

palabras tan gastadas como amor, vida o muerte.

LA ENCINA SOLITARIA

 

Está en una colina, la rodean

rocas, retamas, tierra

donde el árbol arraiga

y parece que apenas se sostiene.

Me la mostró mi padre cuando, niño,

paseaba con él entre los canchos.

Desde entonces retengo su presencia

con la necesidad de lo que dura.

Desde lo alto, observa la ciudad.

Es lo primero que distingo al volver.

Lo último que miro cuando salgo

de las murallas de este microcosmos.

Es algo más que una vetusta encina.

Sola, en su altura, sosegada, es cifra

de la vida a que aspira quien resiste.

 

 

EL MURO

El muro, yo y luego el mundo: Eso es mi mundo

Henrik Nordbrandt

 

 

Me preguntas si ha sido esta ciudad

mi torre de marfil. Yo te respondo

que acaso las murallas

(a cuyos pies trabajo cada día,

a cuyas piedras se enfrentan las ventanas

del piso donde vivo,

por cuyo alrededor siempre paseo),

sin voluntad privada o excluyente,

han sido mi refugio, una isla aparte;

que entre sus muros, en fin, levantó uno

su mundo frente el mundo.

18

 

Las avispas en el vaso de té.

Dentro y fuera del vaso de té.

Quietas o volando

alrededor del vaso de té.

 

Allí, el dulzor condensado

en el agua humeante

de intenso color ámbar.

El perfume inequívoco

de las gotas de azahar

y yerbabuena.

 

Sobre el acantilado,

en aquella terraza

a la sombra del mundo,

cada sorbo era un vuelco

hacia el hosco pasado,

cada avispa un recuerdo

de los años vividos.

 

 

26

 

De los barcos envidio

la promesa latente

de una vida distinta.

Los observo a distancia,

con vagos sentimientos encontrados:

el de huir a lugares donde nunca se escapa,

el de tornar de sitios de donde no se vuelve.

 

 

35

 

No hay día en que mi madre

no se acuerde

de su ciudad perdida.

En que no eche de menos

el perfume salobre

que viajaba en el viento.

O esa luz ambarina

que doraba la playa

cuando el sol se ponía.

O el pasar de la gente

-incesante, ruidoso-

por el Zoco de Afuera,

siempre lleno de flores.

O, pongamos por caso,

aquellos bailes lentos

bajo los farolillos

en las noches eternas

del verano de Tánger.

Sabe bien que los sueños

pertenecen al reino

de lo que es improbable.

Pero no se lamenta

y retorna un día y otro

hasta esos parajes

que conciernen al mito.

Para hacer verosímil

lo que sólo es ficticio,

prepara el té, se baña

en el agua salada.

 

 

44

 

En la habitación de este hotel

a las afueras

(que llegó a inaugurar Hassan II),

con moqueta en el suelo

y un decadente aire años sesenta,

la noche es un lugar interminable.

Hace calor, el aparato

de aire acondicionado no funciona

y los mosquitos

no dejan de silbarme en los oídos.

Miro fuera. El jardín

no esconde su promesa de frescura.

Más allá, en la piscina,

se reflejan temblando algunas luces.

Nada me gustaría más

que darme un baño.

Insomne, desvelado,

las horas pasan lentas. Lo bastante

para evocar al clásico y pararme

a contemplar mi pobre estado.

No es éste el mejor sitio para eso.

Ni el momento es el más adecuado.

Me decido a esperar que llegue el sueño

y me lleve, con él, de nuevo a Tánger.

ÁRIDA VIDA

arida vita

  Leopardi

 

 

En medio del silencio,

que sólo rompe el agua

en su transcurso,

esta tarde de agosto,

en la que el campo invita

a un dulce sentimiento del otoño,

leo, como otras veces, a Leopardi

y su voz se hace mía, contra el eco

de lo que el mundo grita

y yo no oigo.

 

Aquí, de solitario a solitario.

A la espera inminente de la noche

que traerá con la luna

esa luz de los sueños

que ilumina las sombras

de mi árida vida.

 

 

AQUÍ

 

Estás sentado solo frente al valle

con un libro en las manos

que abandonas a ratos

para poder mirar,

con la calma debida,

cuanto la vista alcanza.

Suena el silencio. A veces,

el rumor de las ramas

o el canto intermitente de algún pájaro.

Respiras hondo. Ves.

Aprecias uno a uno los momentos

que te concede este vivir al margen.

No haces tuya la queja

de los que quieren irse

pero que aplazan siempre

la ocasión de su huida.

Permaneces aquí

por propia voluntad:

es éste tu lugar.

Tú eres de él.

 

 

EL CUARTO DEL SIROCO

 

Cuenta Leonardo Sciascia

que en las casas patricias

de la vieja Sicilia

había, desde el siglo XVIII,

un cuarto del siroco.

En él se refugiaban de ese viento

los días que soplaba con más fuerza.

Uno quisiera

que en las horas peores de la vida,

cuando todo se vuelve violento vendaval

y las cosas se ocultan tras un velo de polvo,

existiera una estancia semejante.

Un lugar recogido, a modo de refugio,

en el que cobijarse

del triste pensamiento de la muerte.

Aunque sea inevitable,

como el de Racalmuto revelara,

que, antes de que se le note en el aire,

el siroco se nos clave en las sienes;

que antes de que se anuncie

ya se le sienta, sin remedio,

en las rodillas.

 

 

LO DE SIEMPRE

 

Calle Arenillas,

tal vez la más judía de este sitio.

Apenas media tarde.

La recorres tú solo mientras hueles

un olor a azahar que salta el muro

del palacio de al lado.

De uno de los últimos jardines

cerrados de Plasencia.

Mientras aspiras

su aroma con placer,

te preguntas si no es improcedente

llevar a este poema sensaciones

tan antiguas, acaso, y tan gastadas.

Si es justo y necesario en esta época

volverlas a evocar. Si no es un gesto

impropio de un poeta de este tiempo.

El canto de algún pájaro escondido

–un mirlo, por ejemplo– te disuade.

Cesan las dudas y al momento piensas

que la felicidad, palabra vacua,

sólo es posible ante estos simples hechos:

los mismos que han dejado desde siempre

desarmado y perplejo a cualquier hombre.

 

 

TRISTEZA

 

He venido hasta aquí a nombrar la tristeza.

Porque es un sentimiento venerable.

Del hombre, por encima de cualquiera.

Ya lo dijo Szymborska:

“Es triste por naturaleza el ser humano”.

Se advierte entre las lágrimas del niño

que lamenta la ausencia de sus padres.

En la turbia mirada del que observa

emboscado en lo oscuro cada miedo.

En ese solitario que se asusta

de la noche y sus fieras pesadillas.

O en el adolescente que confuso

se enfrenta con pavor a sus delirios.

Es la misma tristeza

que siempre ha acompañado

a hombres y mujeres como sombra.

En muchas circunstancias.

A veces sin porqué.

Sin saber ni siquiera desde dónde.

La que se precipita cuando piensas

en lo que al fin y al cabo fue tu vida.

Manuscrito

 

 

 

Álvaro Valverde

alvabe@gmail.com