- Territorio (1985)
- Las aguas detenidas (1989)
- Una oculta razón (1991)
- A debida distancia (1993)
- Ensayando círculos (1995)
- Mecánica terrestre (2002)
- Desde fuera (2008)
- Plasencias (2013)
- Más allá, Tánger (2014)
- El cuarto del siroco (2018)
- Poemas manuscritos
T. S. ELIOT, RUSSELL SQUARE
¿qué haremos nunca?
T. S. E.
Ejerza el simulacro
(hábil y hasta ordenadamente).
Anude la corbata, alise la camisa,
ponga perfume en el cuello, guarde el tabaco,
tome la cartera y el sombrero,
incluso dé un beso al salir, según costumbre.
El ritual observa unas leyes precisas,
conocidas maneras aprendidas de antiguo.
Por el camino, olores que me devuelvan
establecidos vínculos.
En la boca el sabor
de dulcísima noche anegada en oporto.
Mientras en calles vacías mi paso torna eco,
¿dónde el poema alucinado
que urdí de madrugada?,
¿dónde la vida aquella
de lecturas y mapas
sin que asistiera culpa u orgullo o desolación,
dónde tus sienes azules como ánforas
y el asidero rubio de cabellos de humo?
Ya no hay rictus, máscara, ni escenario capaz.
Desde esta ventana de Lloyds se ve la muerte.
I
A la hora desierta y fugaz del mediodía
cuando el azar devuelve en cifra acibarada,
como una representación de lo vivido,
el pasado y sus sombras; cuando somos
del lugar habitado solo rumor de pasos
y apenas nada puede penetrar la existencia
que murada sucede y se demora —entonces,
retorna inextinguible una clara visión.
Las cosas permanecen en las cosas:
pasa la luz dudosa entre los arcos,
descansa en los balcones coloniales,
brilla en las aguas blancas del invierno.
Pasa la luz y nada y nadie acierta
en la adivinación. Los signos expectantes,
el cielo de amenaza. Las señales.
¿Acaso no ven el fulgor que lo anuncia?
El aire denso de los pabellones,
aun reconocible, su filtrado perfume
de cercanos magnolios, los viejos cenadores
donde anida el verano, a pesar de la nieve,
cada noche de luna. La música y su ausencia
las furtivas escenas de caza junto al río
en busca de los pájaros de Arabia.
Una clara visión, el preludio,
lo por pasar pasado, la certeza
de vivir la memoria y su traición
desde la levedad que es el olvido.
Y no mentir por ello.
Rozar la luz,
el alud en que alivia la montaña sus ecos,
retener del verdín
la muerte dibujada en las adelfas.
Y decir la verdad.
III
Acuden, a la noche, con las sombras
los sones de la sierra susurrando,
mecerse de malezas, girar de las gargantas,
silencio estremecido de la altura,
callado serenar de lo que alienta
y nos sacude con su miedo.
Temor de ver el cielo interminable
que una mano señala.
Dulce temor que viene a visitarnos
—más allá de la noche— en la penumbra
abierta al negro vuelo
de las constelaciones.
Dulce temor que rompe
la calma indescifrable de las cosas
y su terror innúmero.
Más allá de la noche el horizonte
respira lentamente su vacío
y de la luz es víspera su cima.
Y con la luz, la albada.
Y enseguida el rumor de los senderos,
de losas y de acémilas. El día.
Ya nada es como antes. Permanece
la desolada curva ya en su centro
Ya todo en su apariencia.
¿De verdad han cesado los signos con el alba?
¿De qué nos vale entonces mirar hacia lo alto?
¿Acaso es mi mirada una pregunta?
La intensa luz solar del mediodía
no oculta la aridez de tanta sombra.
Detrás de su fulgor esta la noche.
VII
A la imagen de un lugar mi memoria
regresa desvelando las cifras de la noche,
el lenguaje silente de la tierra,
los signos de la luz.
Vuelve donde la sombra es la sustancia
que ya no nos separa, a las fieles orillas
donde brota el fulgor del oro sepultado
y nos conducen todos los senderos.
No en otro territorio bebí de la quietud
que el curso de los años desvanece
pero que era real y en torno a mi giraba
ciñendo como un halo las colinas.
No me fue dado hallar aquel sosiego
que llegaba del polvo del verano
sino sobre los sueños apilados
en la fragilidad de los almiares.
Vendrá con él la luz y devendrá nada el rumor
que horada la tiniebla de los bosques;
el musgo y la resina del lentisco
serán como un presagio del aroma.
Abierto al remotísimo silencio
de la noche sagrada, volverá,
entre las bayas frescas del arándano,
el nítido latir de su presencia.
Para vagar furtivo,
si nada es perdurable, a que reconciliar
el tiempo y las visiones de su paso,
¿no habito la morada del amante?
A semejanza del lugar describo
en la página ilesa el paraíso.
ENCLAVE
Como quien nada espera,
sentado frente al muro que levanta
dos árboles meciéndose,
mirando en la distancia
la sombra desvaída de la ausencia,
la torpe maquinaria de las horas.
Como quien ve pasar delante –sin moverse–
la película gris de los recuerdos
y en nada ya repara o desespera,
sin que se note apenas, olvidándose.
Así, desde la noche, en el origen,
en el turbio presente casi exacto
de una vida pasada inútilmente,
ese ser que yo he sido –sin conciencia
siquiera de saberlo–, la figura
que ahora me contempla –la inocente
apariencia de su rostro –parece interrogar
ante el espejo
una razón que valga la respuesta
de estar –frente a este tiempo–
aquí esperando.
LOS ECOS DEL JARDIN
Other echoes/inhabit the garden.
T. S. Eliot
Se desvanece el eco tras los muros
de lo que fue un jardín para ninguno,
traspasan ya tu casa clausurada
las imágenes turbias de otro tiempo.
De nada sirven ya las celosías,
la penumbra dorada de las lamas,
el silencio solar de la azotea.
Sabe la certidumbre su morada:
durar como el instante, ser materia
destinada a morir, sola presencia
de un suspenso abarcar lo interminable.
imágenes veloces recuperan
la vida que ocultaban las paredes
de tu estancia de ser para la muerte.
Sobre la piedra donde el vidrio hiere,
la hiedra suspendida ha limitado
el hueco que te habita.
Se pierde la quietud que contemplaras,
la que te dio sentido frente a todo.
Su inmóvil suceder es esa losa
hundida y desgastada donde pisas.
LA IMAGEN DETENIDA
El árbol acontece, y es hermoso
sin hojas y con frutos, suspendido
al borde de la noche. Sólo el tiempo
decide su fijeza. Fugitiva,
la luz intermitente de los faros
recorre la extensión de su memoria.
Es fácil entrever tras los cristales
la razón y el azar de nuestra huida.
Lo que nos trajo aquí es esta ausencia
del árbol y la luz, esa distancia
que impone carecer de la atadura
que te liga a un lugar donde regresas
después de cierto tiempo, cada poco,
para poder vivir. Si los recuerdos
pudieran retornar en cualquier parte,
si no fuese preciso oír el rumor
de ciertos ríos u oler el leve aroma
de otros días,
bastaría mirar como quien sabe
que ya no hay nada más, que en la ventana
la luz se desvanece para siempre.
CEMENTERIO ALEMÁN, YUSTE
Tiene la muerte una medida exacta.
En línea, los túmulos recuerdan
los nombres y las fechas de los héroes.
La edad ignora cuándo
podría haber llegado el dulce fruto
final de la derrota.
Nada preserva, en cambio, la memoria
de aquellos que cayeron en combate.
Sus rostros son anónimos. Sus vidas,
hermosas y lejanas como el sueño
que habita las ciudades que dejaron.
Nos trae a este lugar una costumbre
de ausencia y de sosiego.
Hacia el sur, bajo el muro,
duermen viñas caídas
y a la sombra sin sombra de los viejos olivos
el silencio es solemne.
Con las últimas luces, la mirada se pierde,
luminosa de eterno.
VEDUTA DEL GOLFO DI NAPOLI
Llega lenta y remota la voz de un viejo canto
y con ella aquel eco de lo que entonces tuve
y la noche ha cubierto de una vaga presencia.
En la imagen cautiva que devuelve el espejo
cobra forma el olvido.
Su sonido recuerda el fluir de las aguas.
Su visión, las escenas de un viaje de invierno.
El barco inglés, el boj, los jarrones con brezo
rememoran la edad
donde tuvo la vida el sentido de todo.
Su furtiva presencia es esa estela
que vemos alejarse dibujada
sobre la hermosa estampa del Vesubio.
NOTICIA DE LA MUERTE
Me ha llegado su carta.
Sabía por amigos que podía pasarme.
Los libros me han dado cierta fama
y no pocos conocen lo que hago.
He opinado de todo o casi todo
y alguna vez lo hice para muchos.
¿Por qué no iba a aceptar el doble encuentro?
Sé bien qué es lo que esconde
el nombre de Alden Whitman.
La enfermedad que aprisa me consume,
la edad —a estas alturas evidente—,
¿le habrán hecho adoptar esa medida?
¿Será, sin más —me digo—,
la ejemplar decisión de un periodista
que cumple su trabajo?
En la nota me advierte —y lo agradezco—
que mantendrá en reserva mis respuestas
hasta mi muerte. Añade
la justa conveniencia
de dar a mis lectores
una cabal idea de mí mismo.
Presupone mi afán de gloria póstuma.
Es todo tan sencillo.
He visto tantos rostros
con los ojos cerrados para siempre.
¿A qué fingir sorpresa?
¿No he estado preparando nuestra cita
—fatal, ineludible—
con la seguridad de merecerla?
El jueves vendrá a casa.
Le recordé al teléfono dos líneas de un contemporáneo:
«Cada uno sabe en qué momento de su vida
la muerte ha entrado en su jardín secreto».
LEYÉNDOME A MÍ MISMO
this open book…
Robert Lowell
Soy un hombre que habla,
hace una pausa, escucha,
y después sigue hablando
sin otra pretensión que ese relato
menor y fragmentario
que ofrece a quien espera
unas u otras palabras
e inclusive el silencio;
ese silencio, acaso,
capaz sólo en sí mismo
de encerrar como un cofre
una opaca elocuencia,
de dotar de sentido
el negror de un presagio.
Como si me leyera, atiendo al eco
que produce mi voz (cuando conversa)
y apagada asimila su presencia en el otro
y con ello hace suya la amistad del encuentro.
Poco a poco sustrae un atisbo de luz
de los ojos que enfrente se interrogan mirando.
Nada sé de la sombra
que hacia dentro se alarga
proyectando la imagen del extraño que busco,
pero intento adoptar una escasa distancia
y que un mínimo azar haga al cabo posible
que yo sea ese otro.
UNA MEDITACIÓN
Me asusta esta quietud. Miro a lo alto
y observo rocas rojas entre higueras,
ardientes tras la tarde de verano.
Hay helechos ya ocres entre los viejos robles.
Huele a fruta madura.
Caídos por el suelo, sus carozos ofrecen
un olor penetrante. A lo lejos, los pájaros
lanzan cantos muy breves.
Estoy a la espera; escucho.
Y me siento feliz. No sabría explicarlo.
Será por el recuerdo de alguna escena análoga
—de infancia a buen seguro—.
Será que la ciudad, recién abandonada,
se hacía insoportable en esta hora.
O será, acaso, el gesto elemental
por un paisaje próximo
donde es fácil sentir
la apariencia de un orden,
la sencilla armonía de lo vivo y lo ausente,
la verdad, la belleza
de la luz que se gasta.
Un lugar donde, a solas,
ser, simplemente, hombre.
EL EXTRANJERO
Ya la noche adormece la pasión del recuerdo.
De qué me movió a huir
sólo sabe el cansancio, esa herida del tiempo
que una vez alojada se somete aplacando
todo vano deseo.
De qué busqué en ser otros
cualquiera puede hablaros:
todos huyen de alguien,
a todos les persigue sigilosa
la sombra del que fueron
y temen, como a nada,
la máscara furtiva
que apenas les dibuja
su rostro en el espejo.
Por eso buscan mares insondables
y puertos —y aeropuertos— más recónditos
donde sólo a sí mismos, a lo más,
reconozcan.
Ciudades misteriosas
que nadie ha visitado
donde ser ese hombre del que nada sabemos.
Alguna vez, no obstante,
la luz del horizonte, un edificio
de trazo similar a alguno visto,
un gesto aún más equivoco que rompe
la faz de la costumbre, la voz
que a sus espaldas, susurrante,
propone algún negocio clandestino,
habrán de devolverles, por sorpresa,
su antigua identidad:
la patria, el nombre.
ESTELA
(Sobre un poema de T. E. Hulme)
Frente a la casa derruida,
cuatro árboles en flor
dejan constancia
de la disolución y los ultrajes
del tiempo.
Sobreviven
los frutales, la parra,
truncos muros. Nada, empero,
de cuanto levantara
el curso de una vida.
Viajero que ahora pasas,
ten presente
que estas ruinas fueron
andamios una vez,
hombres silbando.
LAS OCASIONES PERDIDAS
Me he obligado a vivir
lejos de estas murallas
que aún conservan cercada
la ciudad donde vuelvo.
Muchas veces cité
a Ungaretti, sus versos:
Junto a estos muros
sólo se está de paso.
Aquí la meta es partir.
Confié a esas palabras
las virtudes de un lema.
¿Me mentía a mí mismo?
Con frecuencia pensaba
transgredir la sentencia:
nada impide el regreso
cuando a nada te atan
los viajes que emprendes.
Si de debilidad o lucidez,
esos deseos, no podré
ya saberlo. Sucedieron
en vano. De ocasiones perdidas
están hechas las líneas
que dibuja el destino
Más y más a menudo,
imaginé estas calles,
los jardines, las puertas,
el mercado, ese aroma
que en las noches de agosto
se condensa en la plaza,
el sopor envolvente
de la siesta, fundado
en la ciudad vacía.
Cualquier puente pasó
por las aguas calmadas
de mi único río.
Vencido observo ahora
que los sueños
pudieron doblegarme.
Sentado en el café,
escribo y bebo.
Para partir de nuevo
he regresado.
COMPOSICIÓN DE LUGAR
I
El solar, desde arriba,
cubierto de maleza y medio en ruinas,
parece el de un convento abandonado.
El ángulo difiere,
es otra desde aquí la perspectiva.
No basta este detalle
para hacer que de pronto todo pase
por falsamente nuevo.
Fueron muchas las veces detenido
a contemplar su estado, para, ahora,
ceder a lo falaz de la mirada.
He vuelto solo. El ámbito,
propicio al juego cómplice
de la conversación –donde los ruidos
de cosas y animales se entremezclan–,
respira otro silencio.
Se hace tarde.
Hay algo de indeleble en los perfiles
de cuanto, detenido, me rodea.
Algo que prevalece casi nítido
en perfecto contraste con la bruma.
Me sorprende la hierba tan crecida,
el musgo verde y húmedo que marca
al cauto paseante su sendero,
los árboles desnudos.
No son los que seducen, cuando es tiempo,
con ramas florecidas y abundantes.
Echo en falta el murmullo de sus frondas
batiendo en la alta noche. Localizo
los nidos en las copas: su promesa
cordial de aves y cantos.
Los bancales y muros son las líneas
que acotan el preciso territorio.
Aquella casa,
acorde en su color con el paisaje,
no destaca por cima de los robles,
ni es más central que cuanto la circunda.
La herrumbre y la maleza son reflejo
de aquello que pervive, indiferente.
El agua corre, y dura. Su caída
es una única música monótona.
Se siente cerca el sueño de la bestia,
la savia retenida del aliso, el fruto
remoto que ha de darme
la higuera retorcida que contemplo.
Esa hiedra aferrada a la corteza
simboliza el apego que se siente
por cuanto, irreparablemente, huye.
Es esa lenta luz que dora apenas
el débil, leve espacio,
soy yo mismo,
cansado del invierno
de luces melancólicas.
Es este tiempo
de cuartos clausurados y penumbras,
capaz de hacer posible
los sueños que en conciencia no soñamos.
Junto a ellos, quedó mi corazón.
Frente a este cielo
abierto, transparente.
HACIA 1980
Miras por el balcón. El patio arde.
La luz sube del suelo y reverbera
contra los muros blancos y las sombras
que manchan con sus hojas las catalpas.
Enfrente hay azoteas blanqueadas,
terrados que enrojecen las baldosas.
Huele al barro cocido de las tejas
y el aire se hace denso, y se mastica.
Los muchachos sestean. La penumbra
es cómplice con ellos. Tú levantas
la vista de algún libro.
Una ciudad del sur, calles idénticas,
soledad y silencio, los palacios,
las ruinas, la costumbre, el viento, el eco,
la misma certidumbre de que al cabo
no hay escapatoria ni habrá nunca
una huida capaz de hacer que olvides
ese balcón abierto y esa tarde.
HOMENAJE A GIL‑ALBERT
Un año más, las uvas de septiembre
lo llenan todo con su aroma agrio.
Caen las hojas sin luz de los alisos
y obturan la garganta y forman balsas.
A media tarde, la tormenta llega
y antes que el trueno la precede el húmedo,
intenso olor de la incruenta lluvia.
En el cielo, primero azul y ya negruzco luego,
se leen presagios ciertos del otoño.
La hierba está agostada y sobre el polvo
perece sin batalla otro verano.
Se pudre al sol la fruta, al pie del árbol,
y el canto de las aves es más triste.
Tras la calma aparente,
el renovado rito, la espaciada
doblez de la estación que cesa,
surge la noble y resignada espera,
ese regreso
que por volver es cifra
de lo que es y fue y será siempre.
DEL TIEMPO
La imagen sucesiva del agua en su transcurso. La de las aguas quietas que ocupan un estanque. Heráclito, su río y el bañista. El reloj que del sol hurta las horas. La penumbra dorada de las lamas. El viaje lentísimo de un tren perdido en la alta noche. El baño tibio en un cuarto de hotel cuando ya es tarde. El surtidor constante de una fuente. Las aspas de la asfixia que giran en los trópicos. El sueño reiterado que sueña un hombre insomne. La mirada violeta del crepúsculo. La arena que resbala por un cuento de Borges. La demora en el arte de pulir unas lentes. El instante de ver, en la luz, su transcurso. Los reflejos del sol sobre el haz de las hojas. El sosiego y la sombra de los muros de Yuste. El silencio sonoro de un claustro antes del alba. La música callada de un encinar de agosto. El eco persistente de un sonar de cigarras. La mañana ocupada en leer viejos libros. La tarde paseando una senda distinta. Una mujer dormida con la espalda desnuda. Las estancias que guardan el olor de otra época. La palmera, su erguida, complaciente extrañeza. El rumor de las aguas de una oscura garganta. La lisura engañosa de sus cantos rodados. La visión desde arriba de las hoces vacías. La tan bella y efímera floración del cerezo. Transitar por las calles de Plasencia en verano. La gastada evidencia de saberse de paso. El frescor coronado por la red de una parra. El sabor acre y seco que desprenden las ruinas. Traspasar el umbral al volver de un viaje. El viento del invierno soplando en las ventanas. Esa imagen que fija para siempre una estampa. El azar y los límites de cualquier biblioteca. La verdad de Bergson. El recuerdo de haber habitado un jardín. La plaza de Trujillo suspendida en la siesta. Contemplar la ciudad desde alguna azotea bajo el cielo estrellado de las noches de julio. La grisura infinita de los cinco océanos. Las largas guindalezas de barcos sin retorno… Hablo del tiempo.
DESDE FUERA
Vivir es deslizarse, repetiste,
captar nuestra existencia de soslayo
o verla desde lejos, en lo alto,
con la perplejidad del que contempla.
Los que te conocieron aseguran
que tú viviste así, que no hubo nada
ni nadie que pudiera desviarte
ni un ápice siquiera de ese trazo
que le diste por fin a tu camino.
Esa senda emboscada conducía
a una casa perdida entre los páramos.
Sobre aquel pedregal erosionado,
bajo la ardiente luz de los veranos,
una sombra precisa dibujaba
el estupor final de tu extravío.
En ese santuario estableciste
una visión del mundo peligrosa.
Rogabas a los dioses con frecuencia
que no nos castigaran con desgracias
(capaces en su ardor de destruirnos)
sin antes enseñarnos lo importante:
la frágil transparencia de la vida.
MEDITACIÓN EN LOS JARDINES DE ARANJUEZ
No es la estación del año más propicia
para que el esplendor de estos jardines
se muestre por entero. En primavera,
el verde renovado de las hojas
contrasta con los tonos de las flores;
en otoño, es la gama de ocres quien impone
belleza a esa nostalgia
que destila su zumo
de las sombras frondosas del verano.
Pero ahora, en invierno,
ni siquiera la luz de este sol de febrero,
ni la seca y solemne majestad de los árboles,
ni el silencio escondido tras el canto de un pájaro
son capaces de dar la medida precisa
de ese sueño que alguien ideó como réplica
del viejo paraíso.
Y, sin embargo, ahí
es donde en realidad está el sentido
de esta creación del ser humano:
en la apagada música que brota
del fondo de un jardín
cuando el mundo dispone una ausencia de vida
y parece que todo permanece en la muerte.
EL SEÑOR DE LA GUERRA
(Homenaje a J. E. Cirlot)
Hoy mi reino
es esa tierra de nadie
Umberto Saba
Veinte años de guerras me contemplan
y eso, a mi edad, es una vida.
A pesar de la fama y las victorias,
el que llega a este oscuro
rincón de Normandía
es un hombre que ha sido derrotado.
Desde esta única torre que rodean
un bosque y una ciénaga,
se ve el paisaje atroz
del fin del mundo.
En medio de este páramo que anegan
las aguas ponzoñosas de un pantano,
no hay ley que legitime ningún orden,
ni distinción de súbdito y proscrito,
ni mayor amenaza que uno mismo.
Tan sólo una mujer podrá salvarme.
Porque ella es la verdad y la belleza.
No tengo otro señor que su palabra.
Ella es mi redención. Ella, mi muerte.
AUTOBIOGRAFÍA
Miro el río y hacerlo me consuela
porque en sus aguas calmas rememoro
la vida que he pasado contemplándolo.
Aunque con su corriente se marcharan,
para nunca volver, penas y gozos,
el engaño del tiempo hace posible
que no parezcan duras esas pérdidas.
Están en mi mirada las mañanas
tranquilas de domingo, pero también,
proyectadas sin luz en su reflejo,
las sombras acechantes de la noche.
Y están en las orillas los recuerdos
de las tardes de amor y están las voces
de los niños que juegan y se bañan.
Mi vida es este río que me lleva,
esta apacible huida hacia la muerte.
Mis ojos, al mirar, sin edad sueñan.
Y me siento feliz por cuanto intuyo
debajo de sus aguas incesantes.
JARDÍN DE MORILLE
Aquí dentro, cercados
por el muro de piedra que rodea el jardín.
Descalzos en la hierba. La mirada
perdida tras las copas de los árboles:
la magnolia, la acacia, el castaño, el laurel.
Reunidos, a resguardo
de los tórridos vientos que transporta el verano.
A salvo de la luz que ilumina inclemente
la sed de estos desiertos mesetarios.
No somos, en verdad,
sino cuatro personas que conversan con calma
y al hacerlo se sienten confortadas por ello.
Amigos que celebran el don de su lenguaje.
Sólo hombres y mujeres
que evocan mientras hablan misterios inefables
y claras evidencias.
Que conjuran sus miedos al nombrar lo indecible.
Sólo gente que tiembla cuando enuncia en voz alta
palabras tan gastadas como amor, vida o muerte.
LA ENCINA SOLITARIA
Está en una colina, la rodean
rocas, retamas, tierra
donde el árbol arraiga
y parece que apenas se sostiene.
Me la mostró mi padre cuando, niño,
paseaba con él entre los canchos.
Desde entonces retengo su presencia
con la necesidad de lo que dura.
Desde lo alto, observa la ciudad.
Es lo primero que distingo al volver.
Lo último que miro cuando salgo
de las murallas de este microcosmos.
Es algo más que una vetusta encina.
Sola, en su altura, sosegada, es cifra
de la vida a que aspira quien resiste.
EL MURO
El muro, yo y luego el mundo: Eso es mi mundo
Henrik Nordbrandt
Me preguntas si ha sido esta ciudad
mi torre de marfil. Yo te respondo
que acaso las murallas
(a cuyos pies trabajo cada día,
a cuyas piedras se enfrentan las ventanas
del piso donde vivo,
por cuyo alrededor siempre paseo),
sin voluntad privada o excluyente,
han sido mi refugio, una isla aparte;
que entre sus muros, en fin, levantó uno
su mundo frente el mundo.
18
Las avispas en el vaso de té.
Dentro y fuera del vaso de té.
Quietas o volando
alrededor del vaso de té.
Allí, el dulzor condensado
en el agua humeante
de intenso color ámbar.
El perfume inequívoco
de las gotas de azahar
y yerbabuena.
Sobre el acantilado,
en aquella terraza
a la sombra del mundo,
cada sorbo era un vuelco
hacia el hosco pasado,
cada avispa un recuerdo
de los años vividos.
26
De los barcos envidio
la promesa latente
de una vida distinta.
Los observo a distancia,
con vagos sentimientos encontrados:
el de huir a lugares donde nunca se escapa,
el de tornar de sitios de donde no se vuelve.
35
No hay día en que mi madre
no se acuerde
de su ciudad perdida.
En que no eche de menos
el perfume salobre
que viajaba en el viento.
O esa luz ambarina
que doraba la playa
cuando el sol se ponía.
O el pasar de la gente
-incesante, ruidoso-
por el Zoco de Afuera,
siempre lleno de flores.
O, pongamos por caso,
aquellos bailes lentos
bajo los farolillos
en las noches eternas
del verano de Tánger.
Sabe bien que los sueños
pertenecen al reino
de lo que es improbable.
Pero no se lamenta
y retorna un día y otro
hasta esos parajes
que conciernen al mito.
Para hacer verosímil
lo que sólo es ficticio,
prepara el té, se baña
en el agua salada.
44
En la habitación de este hotel
a las afueras
(que llegó a inaugurar Hassan II),
con moqueta en el suelo
y un decadente aire años sesenta,
la noche es un lugar interminable.
Hace calor, el aparato
de aire acondicionado no funciona
y los mosquitos
no dejan de silbarme en los oídos.
Miro fuera. El jardín
no esconde su promesa de frescura.
Más allá, en la piscina,
se reflejan temblando algunas luces.
Nada me gustaría más
que darme un baño.
Insomne, desvelado,
las horas pasan lentas. Lo bastante
para evocar al clásico y pararme
a contemplar mi pobre estado.
No es éste el mejor sitio para eso.
Ni el momento es el más adecuado.
Me decido a esperar que llegue el sueño
y me lleve, con él, de nuevo a Tánger.
ÁRIDA VIDA
arida vita
Leopardi
En medio del silencio,
que sólo rompe el agua
en su transcurso,
esta tarde de agosto,
en la que el campo invita
a un dulce sentimiento del otoño,
leo, como otras veces, a Leopardi
y su voz se hace mía, contra el eco
de lo que el mundo grita
y yo no oigo.
Aquí, de solitario a solitario.
A la espera inminente de la noche
que traerá con la luna
esa luz de los sueños
que ilumina las sombras
de mi árida vida.
AQUÍ
Estás sentado solo frente al valle
con un libro en las manos
que abandonas a ratos
para poder mirar,
con la calma debida,
cuanto la vista alcanza.
Suena el silencio. A veces,
el rumor de las ramas
o el canto intermitente de algún pájaro.
Respiras hondo. Ves.
Aprecias uno a uno los momentos
que te concede este vivir al margen.
No haces tuya la queja
de los que quieren irse
pero que aplazan siempre
la ocasión de su huida.
Permaneces aquí
por propia voluntad:
es éste tu lugar.
Tú eres de él.
EL CUARTO DEL SIROCO
Cuenta Leonardo Sciascia
que en las casas patricias
de la vieja Sicilia
había, desde el siglo XVIII,
un cuarto del siroco.
En él se refugiaban de ese viento
los días que soplaba con más fuerza.
Uno quisiera
que en las horas peores de la vida,
cuando todo se vuelve violento vendaval
y las cosas se ocultan tras un velo de polvo,
existiera una estancia semejante.
Un lugar recogido, a modo de refugio,
en el que cobijarse
del triste pensamiento de la muerte.
Aunque sea inevitable,
como el de Racalmuto revelara,
que, antes de que se le note en el aire,
el siroco se nos clave en las sienes;
que antes de que se anuncie
ya se le sienta, sin remedio,
en las rodillas.
LO DE SIEMPRE
Calle Arenillas,
tal vez la más judía de este sitio.
Apenas media tarde.
La recorres tú solo mientras hueles
un olor a azahar que salta el muro
del palacio de al lado.
De uno de los últimos jardines
cerrados de Plasencia.
Mientras aspiras
su aroma con placer,
te preguntas si no es improcedente
llevar a este poema sensaciones
tan antiguas, acaso, y tan gastadas.
Si es justo y necesario en esta época
volverlas a evocar. Si no es un gesto
impropio de un poeta de este tiempo.
El canto de algún pájaro escondido
–un mirlo, por ejemplo– te disuade.
Cesan las dudas y al momento piensas
que la felicidad, palabra vacua,
sólo es posible ante estos simples hechos:
los mismos que han dejado desde siempre
desarmado y perplejo a cualquier hombre.
TRISTEZA
He venido hasta aquí a nombrar la tristeza.
Porque es un sentimiento venerable.
Del hombre, por encima de cualquiera.
Ya lo dijo Szymborska:
“Es triste por naturaleza el ser humano”.
Se advierte entre las lágrimas del niño
que lamenta la ausencia de sus padres.
En la turbia mirada del que observa
emboscado en lo oscuro cada miedo.
En ese solitario que se asusta
de la noche y sus fieras pesadillas.
O en el adolescente que confuso
se enfrenta con pavor a sus delirios.
Es la misma tristeza
que siempre ha acompañado
a hombres y mujeres como sombra.
En muchas circunstancias.
A veces sin porqué.
Sin saber ni siquiera desde dónde.
La que se precipita cuando piensas
en lo que al fin y al cabo fue tu vida.