Creo, con César Simón, que «la poesía es, antes que nada, un carácter»; que «existe como una forma de vida». Tres viajeros van por una carretera. Uno de ellos repara en una casa derruida que tiene ante su puerta unos cuantos frutales florecidos. Uno de los tres comprende de inmediato que esa imagen es símbolo del paso irreparable del tiempo y de la historia. Sólo uno, en fin, quizá más tarde, hablará en un poema de su visión acerca de esas ruinas. Como otros con el ajedrez, el fútbol o la papiroflexia, encuentro en la poesía un método de conocimiento de mí mismo y del mundo, una manera de decir y de decirme, de entender y de entenderme, de mirar, en suma. Con todo, convendría recordar aquí una reflexión complementaria de Francisco Brines: «El poeta sólo existe cuando escribe, y en los restantes momento es sólo el hombre que es». Nada más triste, añado, que ir «de poeta» por la vida.
Me considero, sobre todo, un lector de poesía. Podría decir, incluso que la condición natural para mí es leerla antes que escribirla o, lo que es lo mismo, que sólo para ese fin puede que la escriba. Como a Jaime Gil de Biedma, la mención de la palabra «poesía» evoca en mí la imagen «no de un hombre escribiendo un poema, sino la de un hombre yo leyendo un poema». Digo, con Borges: «Que otros se jacten de las páginas que han escrito, / que a mí me enorgullecen las que he leído». Como él, también he imaginado el paraíso bajo la forma infinita de una biblioteca.
Descreo de las escuelas, los grupos y las tendencias. Me basta y me sobra el amparo dudoso de una tradición que supongo incesante. Suscribo las palabras de José Ángel Valente: «Escribir es una aventura personal. No merece juicio. Ni lo pide. Puede engendrar, engendra a veces en otro una volición, una afección, un adentramiento. Otra aventura personal. Eso es todo». Según Robert Graves, el poeta «permanece siempre en una minoría de uno.» Más allá, siento la poesía como una pasión propia. Un vuelco hacia mí, que lo es, indefectiblemente, hacia el otro, el «hipócrita lector, mi semejante, mi hermano».
En estos tiempos de capitalismo salvaje y mercantilismo radical, me reafirmo en mi elección de la poesía. Por su pobreza —tan acorde a la misma pobreza de mi tierra—; por su concentración —tan acendrada como sólida, tan callada como sonora—; por su esencialidad —“tan indefinible (de nuevo Borges) como el amor, el sabor de la fruta, el agua”—; por su economía —ese decir más con menos, de sumar restando—; por su precisión.
Creo en la necesidad de la poesía, no en su utilidad. El poema «Los grillos» del mexicano José Emilio Pacheco —que lleva por subtítulo «Defensa e ilustración de la poesía»— lo expresa de este modo:
Recojo una alusión a los grillos:
su rumor es inútil,
no les sirve de nada
entrechocar sus élitros.
Pero sin la señal indescifrable
que se transmiten uno a otro,
la noche no sería
(para los grillos)
noche.
Marianne Moore en un hermoso poema titulado «Poetry» escribe:
A mí tampoco me gusta; hay cosas más importantes que toda esta alharaca.
Al leerla, empero, con total desprecio, uno descubre en ella, después de todo, un lugar para lo genuino.
Eso que de “genuino” tiene la poesía es a lo que llamo necesidad.
La poesía es parte de la «tradición humanística». Su ejercicio, por tanto, es una toma de postura, obedece —aun involuntariamente, por el mero hecho de estar bien escrita— a un impulso ético.
A la defensiva de críticos de salón, con frustrada vocación de entomólogos, he elegido el término de «poesía de la meditación» para referirme a la tradición que me es más propia; una manera de decir que siempre ha atendido al pensamiento y que tendría en Manrique y Quevedo, en Wordsworth y Leopardi, en Unamuno (que la nombró) o Cernuda, algunos de sus más notables y certeros representantes.
La poesía es para mí lo ha sido siempre un viaje a la búsqueda de un lugar. Transformar ese lugar en territorio, nombrar ese «espacio único» a que aludiera Rilke, da como resultado un mapa que, como en el cuento de Borges, dibuja mi propio, intransferible rostro.
Por lo demás, sigo habitando entre esos dos reinos en los que, al decir del poeta, éste se constituye: el de la memoria y el de la visión. Me identifico, en fin, con José Manuel Caballero Bonald cuando dice: «Cada vez estoy más convencido de que el único espacio inviolable del escritor es la naturaleza con que convive, entendiendo por naturaleza el escenario urbano o rural que constituye el privado paisaje de sus experiencias».
Me sigue asombrando ese misterio que pone ante mis ojos las líneas de un poema. Poema que ha brotado después de tensa espera. Bien es cierto que algo, no sabemos el qué, lo presagiaba. Más tarde, procediendo dudoso y «por tanteo», se me ha ido desvelando.
El poeta cubano Eliseo Diego escribió que un poema es «una conversación en la penumbra». A ese tono confidencial de lo dicho en voz baja, entre amigos, como quien va desgranando una idea, tal vez un pensamiento, quiere adaptarse mi voz.